A menudo las desgracias se acumulan. El escándalo provocado por las denominadas licencias por edad ha sido mayúsculo. Del mismo modo que celebro que el diario Ara haya sacado a la luz esta anomalía, tampoco tengo ningún tipo de duda sobre el trasfondo, nada camuflado y capcioso, que inspiraba la portada del pasado martes de este diario. El reportaje del día anterior en que Núria Orriols explicaba en exclusiva la existencia de estas licencias en la época del tripartito no mencionaba en portada que en 2008 el Parlament estaba presidido piel republicano Ernest Benach. El titular de primera página del martes apuntaba a la presidenta actual: “Borràs mantiene la licencia por edad, pero de tres años”. La desproporción es flagrante, en especial porque ella ha sido la impulsora de la reforma de esta irregularidad (a pesar de que servidor la habría suprimido de entrada). Hay que atribuir el mantenimiento de este disparate a los cuatro presidentes anteriores: una de CiU (Nuria de Gispert) y dos de ERC (Carme Forcadell y Roger Torrent), ninguno de los cuales modificó ni redujo los privilegios intolerables de estos trabajadores en nómina que no acuden al trabajo. La noticia es tan bestia como la reacción de algunos de los implicados. Benach emulando a Plácido Domingo cuando quiso justificar haber acosado a algunas mujeres con la idea peregrina de que eran otros tiempos. Torrent y Forcadell, guardando un silencio indecoroso.

El Parlament de Catalunya ha ido degradándose legislatura a legislatura, porque lo primero que falla es cómo se entiende la función de los diputados. La autonomía del diputado está limitada por la disciplina de grupo. Los partidos prefieren diputados amordazados, sin la libertad que da, por ejemplo, el modelo parlamentario británico, en el que prevalece la lealtad del diputado a la circunscripción más que al partido. Siempre me ha parecido una aberración este gesto impúdico del secretario de cada grupo cuando levanta el brazo para indicar al rebaño que tiene detrás si debe votar sí, no o abstenerse con uno, dos o tres dedos levantados. Pero es que, además, letrados y, sobre todo, el secretario general de la cámara, se otorgan un poder que ratifican con sueldos astronómicos. Xavier Muro, el secretario que todo el mundo recordará por ser quien ayudó incansablemente al TC y a la JEC para “cargarse” a dos presidentes de la Generalitat elegidos democráticamente (Puigdemont y Torra), cobra ahora mismo 254.671 euros anuales, casi la mitad por antigüedad: 100.325 euros. Los hay que, de tanto repetirlos, se han creído los gags de la serie Sí, ministro que presentaban a sir Humphrey Appleby como un astuto y obstructivo subsecretario permanente del gobierno británico. Una cosa es jubilarse anticipadamente sin que te rebajen la pensión, como pueden hacer los profesores de secundaria, y otra que te paguen un sueldo impúdico (porque ya lo era mientras estabas en activo) sin pasarte por el trabajo. Muro sigue trabajando como letrado del Parlament, pero si no lo hiciera, no sería precisamente el Bardem de la película Lunes al sol

El Parlament, la sede de la soberanía del pueblo, no puede ser un coto de caza mayor para funcionarios y políticos torpes

El Parlament tiene más fardo que sustancia. Cuanto menos diputados llegan a serlo partiendo de una experiencia profesional anterior, más sumisos son al partido que los sitúa en la lista en posiciones de salida que les asegure la elección. Esta sumisión jerárquica es la que ha permitido que todos los diputados, independientemente de su orientación ideológica, hayan alegado ignorancia para defenderse del hecho que descubrieran ahora las prebendas que tienen los trabajadores del Parlament. Les creo, porque muchos diputados lo ignoran casi todo y se esfuerzan muy poco para aprender el oficio. Primero no saben nada y no se dejan ayudar y, cuando ya se sienten fuertes, entonces ya no hay quien los aguante. La vanidad es, no siempre, dichosamente, cósmica. Los oropeles de la cámara catalana deslumbran. La sensación de poder ciega a quien no es amo. Lo que ahora se ha sabido sobre qué pasaba con las nóminas del personal adscrito al Parlament no afecta solo a los veintiún trabajadores que cobran el 100 % del sueldo sin trabajar. El problema es más general e incluye al conjunto de la plantilla. Que un ujier del Parlament pueda tener un sueldo medio mensual superior al de un profesor de universidad dice mucho de cómo los políticos entienden Catalunya.

Ningún partido político puede alegar que no sabía nada. Todos tenían —y tienen— la obligación de velar por el contenido y rectitud de lo que se aprueba en la mesa. Ahora han echado el freno para dar marcha atrás, pues han acordado suprimir las licencias por edad. Está por ver que eso sea así. Y es que, si no se puede suprimir la ventaja concedida a los veintiún privilegiados porque se considera un derecho adquirido, está por ver que los trabajadores no acudan a los tribunales para conservar las condiciones laborales que tenían hasta el momento. Ya se les adelantó una trabajadora de la Sindicatura de Comptes en 2018 y el TSJC le dio la razón. Si hubiera sido tan fácil suprimir esa norma con una simple resolución de la mesa, estoy seguro de que en diciembre pasado Laura Borràs ya lo habría propuesto. Le convenía. Por lo tanto, más vale que los cazadores de noticias no dejen de observar el caso para verificar que se pone fin de verdad a esta práctica. La letra pequeña en los contratos es más importante que el enunciado. En este asunto los sindicatos parece que no existan. No pían ni dicen nada porque el Consejo de Personal de Parlament, una especie de comité de empresa, es una rara avis dentro de la administración. El Parlament tampoco está fiscalizado por la Comisión de Garantía del Derecho de Acceso a la Información Pública (GAIP). El Parlament, así como la Sindicatura de Comptes, el Consell de Garanties Estatutàries o la Sindicatura de Greuges son órganos autónomos que se controlan ellos mismos. Nadie debería ser arte y parte en cuestiones de transparencia si quiere resultar creíble. Con el ejemplo del Parlament ya ha habido bastante.

Recuperar el Parlament de Catalunya en 1977 para reunir a la Asamblea de Parlamentarios fue una de las pocas victorias del antifranquismo. El Parlament, como la Generalitat, habían sido preservados en el exilio como una muestra de la oposición de la Catalunya republicana y democrática a la dictadura. Recuerdo la sesión constitutiva de la Primera Legislatura. Yo asistí a ella en calidad de asistente parlamentario de Josep Benet. La emoción que sentí entonces fue tan fuerte como la pena que me provoca el actual escándalo. El Parlament, la sede de la soberanía del pueblo, no puede ser un coto de caza mayor para funcionarios y políticos torpes. Como reclamé en mi columna anterior dedicada a los nuevos liderazgos, ser revolucionario en estos momentos es atreverse a ser reformista. Modernizar la función pública es una tarea gigantesca que solo se puede abordar con un pacto nacional real y con un liderazgo político fuerte y brioso. Si Borràs ha cometido un error en este escándalo de las prebendas en el Parlament, es no haber sido más valiente para proponer a los grupos parlamentarios eliminarlas de golpe. A veces solo queda el recurso de que baje la guillotina.