Vivimos uno de aquellos momentos decisivos para el futuro de un país. Un momento en el que Catalunya está en conflicto con el estado, el autogobierno está en manos de un partido que apenas representa el 4% del electorado catalán y que da órdenes desde Madrid, nuestra economía es atacada por un unionismo irresponsable, dado que este país es tan suyo como de los independentistas y por lo tanto es absurdo que se autolesionen, y, finalmente, es obvio que la democracia está en peligro por la extralimitación judicial y policial, que persigue ideas políticas con la excusa de que son delictivas. Las elecciones celebradas recientemente tendrían que haber servido para que la política catalana volviera a la normalidad, pero de momento todo sigue igual. Tenemos un país paralizado por obra y gracia de un estado que no sólo quiere derrotar a los independentistas, sino que quiere dominar Catalunya. La aplicación del artículo 155 no ha sido una solución. Al contrario, está paralizando la administración catalana y, además, ha generado un rechazo todavía más fuerte entre la mayoría de catalanes, incluyendo a militantes del PSC que lo reconocen en privado. Esta situación es consecuencia directa de las políticas nacionalistas del PP, que le sirven para tapar la inmensa corrupción que inunda la sede de Génova y la trama de poder que le baila el agua.

Lo más ofensivo de todo esto es, sin embargo, que la izquierda española, la vieja y la nueva, esté de vacaciones permanentes. Hacen seguidismo del PP por puro nacionalismo español, si bien travestido de constitucionalismo. Pero los peores son los periodistas y los intelectuales que se han convertido en cómplices de la campaña xenófoba contra los catalanes. Sólo uno, y precisamente uno de los más cafres, el novelista Juan Manuel de Prada, parece que ha entendido que la receta impuesta en Catalunya por el PP y sus aliados de la izquierda nacionalista no es ninguna solución. El PP se está cargando el Estado de las Autonomías y la autonomía municipal con argumentos muy variopintos —que son diferentes para Catalunya, Madrid o el País Valencià—, puesto que la razón última de su política es rectificar un modelo que se definió en 1978 para dar cabida, precisamente, a las reivindicaciones nacionales de vascos y catalanes, sobre todo. Desde los tiempos de la LOAPA que sabemos que los conservadores y los socialistas españoles aceptaron el modelo autonómico a regañadientes y por eso no han descansado ni un minuto hasta agrietarlo completamente. El crecimiento del independentismo entre los antiguos pujolistas, empezando por Artur Mas, se explica así y responde a la reacción colectiva de un pueblo que se siente oprimido por otro, que como el grande pensador Isaiah Berlin describió el empuje del nacionalismo liberal.  

Explico estas cosas porque la política tiene poca memoria y enseguida salta de una cuestión a otra sin solución de continuidad. El independentismo no debería olvidar el contexto de lo que está pasando y en qué situación se encuentra el país ahora que empiezan las negociaciones para constituir la mesa del Parlamento, lo que será capital para la posterior elección del presidente de la Generalitat. Los dirigentes de ERC tienen que admitir, para empezar, aunque los moleste, que las elecciones las ha ganado el presidente Carles Puigdemont al frente del artefacto Junts per Catalunya (JuntsXCat). Se equivocaron rotundamente durante la campaña electoral, porque creyeron que de lo que se trataba era de superar al PDeCAT, del mismo modo que el 26 y 27 de octubre también se equivocaron con la presión que ejercieron sobre un presidente que estaba buscando la salida menos traumática callejón sin salida al que habíamos llegado. Lo primero que debería hacer ERC es aceptar que ningún miembro de su partido sustituirá a Carles Puigdemont, si es que el presidente tiene dificultades para ser reelegido por la cámara catalana. JuntsXCat no tiene un plan B, por lo menos de momento, pero si lo tuviera no sería investir presidente a Oriol Junqueras, a Marta Rovira o a cualquier otro dirigente del partido republicano.

Lo escribí en el último artículo que publiqué en este diario y lo repito. Es necesario que ERC y JuntsXCat lleguen a un pacto global sobre la agenda de los próximos cuatro años. Los independentistas están condenados a colaborar, si es que no quieren beneficiar a los unionistas y decepcionar a un electorado que demostró ser más sabio que algunos de los líderes del soberanismo. Y este pacto global debe tener en cuenta algo más que acordar la composición de la mesa del Parlamento, de la elección del presidente y de la formación del nuevo Govern. Debería ser un pacto de estado, como dirían los gobernantes de los estados realmente constituidos, que tuviera en cuenta el conjunto de las instituciones del país y posibles alianzas futuras para llegar a recuperar para el independentismo, por ejemplo, la alcaldía de Barcelona. Si el independentismo quiere ensanchar su base es necesario que espabile y supere las disputas de patio de escuela. No se puede permitir caer otra vez en el ridículo. Estar encerrado en una prisión o tener que vivir exiliado no es una broma. El estado español está dispuesto a cualquier cosa para destruir este país. El independentismo tendría que ser más inteligente que su enemigo. Y para serlo, primero hay que ser honrado y honesto.