Los que ayer eran los más progres hoy son los más reaccionarios. Cada día es posible ver como un antiguo gurú de la izquierda —paleolíticamente marxista en otro tiempo y ahora paladín del moderantismo— se escandaliza por la inestabilidad política que vive España debido al conflicto con Catalunya. A los progres y a los neoautonomistas les preocupa la inestabilidad, la incertidumbre, la alteración permanente de la vida pública, y entonces no se les ocurre otra cosa que culpar al independentismo de todos los males. La insistencia de los independentistas de querer alcanzar su objetivo incomoda a estos progresistas de salón, que sólo saben alabar la rebelión si es a miles de kilómetros de distancia. ¿Por qué no dejan de darnos la tabarra con Evo Morales y su destitución fraudulenta? Pues porque es más fácil condenar el golpe de estado en Bolivia que ponerse al lado del presidente catalán destituido por un decreto que no permitía hacer tal cosa de ninguna manera. Ada Colau no ha ido a visitar nunca al president Puigdemont —lo que no tiene ninguna explicación ni política ni humana. Tampoco participa en la Assemblea d’Electes, pero sería capaz de ofrecer asilo político al "rey boliviano de la coca". La solidaridad es, en boca de según quién, tan sólo una palabra, sin ninguna traducción práctica. Los progres y los neoautonomistas son los campeones de la equidistancia cuando juegan en casa y extremistas cuando van por el mundo. Rebeldes universalistas fuera y patriotas constitucionales en Catalunya.

Es tan difícil alcanzar la independencia de Catalunya como deshacer el núcleo de poder que se refugia bajo la capa del rey Felipe VI

El creciente autoritarismo del poder español, el partidismo extremista de Felipe VI, el cinismo de la magistratura, la militarización, ahora policial, de la vida política es, simplemente, el reflejo de la anomalía del régimen del 78. Tengo escrito que los pactos de la Transición empujaron a la aberración de ceder a los franquistas —con el rey a la cabeza— el poder real del Estado, sin pedir ningún tipo de responsabilidad por los crímenes cometidos durante la dictadura, a cambio de que los socialistas pudieran compartir el gobierno alternativamente. En España, el poder no ha cambiado nunca de manos desde 1939. En todo caso, se han incorporado algunos personajes, y muy pocos, que venían de la oposición. Los primeros en hacerlo desacomplejadamente fueron Miguel Boyer y el entorno financiero socialista, el mismo que después se demostró que se había enriquecido con todo tipo de corruptelas. Las crisis políticas no son resultado de la magia, de las "maniobras" oscuras de algún iluminado, tienen fundamentos objetivos. ¿Quién tiene la culpa de que la clase media esté encabritada con el sistema político español, corrupto de arriba abajo, y reaccione con contundencia? Lo más fácil, el argumento del estúpido, es atribuirlo a una especie de nihilismo congénito. Lo más serio y racional es atribuirlo a la decadencia del Estado, regido por una "casta" —la misma que ahora apuntalará Podemos— que se protege con la alambrada constitucional. Han construido un Estado que se ha convertido en el enemigo de todas las nacionalidades que lo integran. El Estado va contra los intereses de los catalanes y está patrimonializado por los altos funcionarios y los políticos castellanos y andaluces. Tanto es así, que incluso lo ve Raphael Minder, el prudente corresponsal de The New York Times, cuando, escandalizado, denuncia la cultura de la impunidad por la pornográfica entrevista que El País ha hecho a Manuel Chávez y en la cual el dirigente del PSOE, condenado por el fraude de los ERE, justifica la corrupción alegremente. Casi dice que lo hicieron en nombre de la clase obrera.

Habermas difundió el concepto de patriotismo constitucional que había concebido Dolf Sternberger en 1979 para resolver un problema específicamente alemán, que era resultado del impacto del nazismo. A menudo una buena teoría, acertada para resolver un problema específico, cuando se intenta universalizar se convierte en una chapuza. El patriotismo constitucional en España es defendido por los que en el pasado combatían la Constitución (José María Aznar) y ahora lo es por Vox, que blanden el texto constitucional con la misma intransigencia que la Inquisición exhibía los evangelios. La Constitución es hoy el texto sagrado que justifica la prisión inmensa en que se ha convertido España, porque la unidad ya no es voluntaria, sino forzosa. Los pueblos perjudicados por la Constitución no tienen, pues, nada que celebrar el día 6. Cuando en todas partes se dan estallidos de revuelta, hay que coger los prismáticos y el microscopio al mismo tiempo, porque hay razones compartidas, especialmente la devastadora crisis económica del 2008, pero hay específicas, que son tanto o más importantes que las generales. En Catalunya, la crisis política del 2006, derivada del recorte del Estatut, y la crisis de las infraestructuras del 2007 se juntaron con la crisis económica mundial del 2008. Una concatenación de crisis como esta sólo podía derivar en la inestabilidad actual si, como se ha visto, el Estado no quiso escuchar las demandas de rectificación. Que en las negociaciones actuales de ERC y el PSOE la salida a la crisis política sea una promesa inconcreta de resarcir Catalunya con no se sabe qué, es, sencillamente grotesco.

La crisis española, porque la situación de ahora se caracteriza por la quiebra del Estado más que por la crisis catalana, no tendrá remedio hasta que el poder no cambie de manos. Una utopía distópica. Es tan difícil alcanzar la independencia de Catalunya como deshacer el núcleo de poder que se refugia bajo la capa del rey Felipe VI. Por lo tanto, dificultad por dificultad, que cada uno escoja qué quiere. La vía de reformar el estado español, el sueño regeneracionista de Prat de la Riba, se ha demostrado estéril. Ya lo era entonces, como se pudo comprobar en 1923 y en 1936, pero es que en 1979 también fue así, aunque se intente maquillar, y desde el 2006 ya no hay quien lo pueda negar. Todas las vías gradualistas de transformación del Estado han chocado con la "roca", con el poder real. Por lo tanto, intentar reconstruir la confianza no es trabajo de los independentistas. Quien tiene que demostrar buena voluntad, en todo caso, es Madrid (entendido como concepto, como dice Iu Forn). El independentismo tiene que canalizar la protesta y convertirla en el fuel que haga decantar la balanza, que acabe con la "roca" por la vía del desgaste, de la ruptura, de la implosión. Los progres y los neoautonomistas tendrían que conceder a los independentistas un margen de tiempo de 150 años, que es lo mismo que han utilizado ellos para intentar reformar sin éxito España. Hay que acostumbrarse al conflicto, al fin y al cabo, todas las guerras se acaban con un pacto entre enemigos.