Lo escribió Pepe Oneto en un tuit: “Que para que el Gobierno de España se reúna en Barcelona, haga falta la movilización de 9.000 policías entre mossos, guardias civiles y policías nacionales, significa que el Estado ha perdido la partida...”. Efectivamente, el Estado lleva mucho tiempo perdido y perdiéndose en Catalunya. La culpa la tienen, en primer lugar, sus informantes locales, que les engañan y pretenden reducir el conflicto soberanista a la lucha entre catalanes por el control del poder. Sin embargo, en la edición de ayer del diario Ara se pudo constatar otra vez que el 80% de los ciudadanos de Catalunya desea que se celebre un referéndum para solucionar el conflicto que el Estado reconoce que existe cuando necesita tanta protección policial para poder celebrar un Consejo de Ministros en la sede de una entidad privada, la Cámara de Comercio. Eso sí que es un naufragio en toda regla. El naufragio de un régimen en plena descomposición.

El Estado sobrevive en Catalunya sólo con la burocracia y la policía mientras los unionistas locales piden que ese Estado aplique mano dura ante lo que consideran una afrenta a la patria. La mayoría (58,6%) de los españoles, según una encuesta de GAD 3 para ABC, desea una intervención de la Generalitat “más intensa” que la que se acordó en octubre del 2017. Desean, pues, que se imponga a Catalunya un 155 más duro y eficaz. Es un círculo vicioso que demuestra una vez más hasta qué punto está carcomida la democracia en España. Cuando un gobierno necesita tanta protección, está claro que tiene un problema con la ciudadanía. A Olof Palme le asesinaron a la salida de un cine de Estocolmo aprovechando que no llevaba escolta, pero lo realmente significativo es que el primer ministro sueco no la necesitase. Podía andar tranquilamente por la calle sin esconderse. A diferencia de Palme, Pedro Sánchez llega a Catalunya a hurtadillas y las autoridades virreinales le organizan una cena con empresarios porque no le pueden pasear por Nou Barris, que sería lo propio de quien se dice de izquierdas.

Para entender lo que le está pasando, el bloque unionista debería reconocer que en Catalunya el independentismo es un movimiento muy sólido, acercándose ya al 50% de la población, y que los partidarios de la autodeterminación no son una pandilla de lunáticos abducidos por los separatistas, creyentes de lo imposible porque el malvado Puigdemont les engaña con sus patrañas. Quedó demostrado en el referéndum del año pasado y sigue observándose en las encuestas más recientes. Pero ahora resulta que todos los males de España son consecuencia de los estragos soberanistas. ¡Vaya estupidez! Si los socialistas españoles, por muy progresistas que crean ser, son un minoría incapaz de defender una política de diálogo con los independentistas sin que los muelan a palos en los salvajes y nacionalistas medios de comunicación españoles, atribuyan la culpa a quien corresponda pero no a los independentistas catalanes. El huevo de la serpiente se estuvo incubando en España desde la muerte de Franco hasta el renacer actual, cuando los fastos por los 40 años de Constitución se celebran en Barcelona a puerta cerrada.

Cuando a un gobierno no le queda otro remedio que reunirse a escondidas porque teme lo que le pueda pasar si sus ministros pasearan a cara descubierta, el problema lo tiene ese gobierno y no la multitud que rechaza la violencia institucional

El Estado, y los oportunistas del campo soberanista, se equivocaran si insisten en su autoengaño. El PSOE no ha ofrecido diálogo. El Gobierno y sus aliados mediáticos exigen que los partidos soberanistas les voten los presupuestos sin contrapartida alguna. Pero resulta que ese planteamiento de mínimos, que sólo serviría para sostener a Pedro Sánchez sin recibir nada a cambio, no lo pueden asumir ni los diputados de ERC y PDeCAT más predispuestos a vender barata la piel del oso antes de cazarlo. El independentismo no es un movimiento pasajero. Eso lo sabe el Gobierno y lo saben los articulistas que retuercen la realidad para que les cuadre. Esa Catalunya violenta que inventan, dominada por el somatén separatista, no existe. Aunque ese cuento sobre el control parapolicial de la calle lo cuente El País en un repugnante editorial, en Catalunya los unionistas viven a sus anchas, sin peligro ninguno, e incluso sus altavoces mediáticos perciben unos buenos emolumentos por sus intervenciones en TV3 y Catalunya Ràdio y no digamos en RAC1 o en la Cadena Ser. Todos ellos difunden sin cortapisa alguna un “relato de agravios inventados y magnificados por la manipulación”, como diría el corrupto ministro Josep Borrell aplicándolo a los independentistas. La libertad de los unionistas está asegurada, diga lo que diga Inés Arrimadas. La libertad de los independentistas no, como es obvio. Se les persigue y, además, se les endosa la falta de diálogo. El cinismo es el refugio de los conservadores y de personajes aún peores.

El gobierno español decidió celebrar un Consejo de Ministros en Barcelona como los perros mean en círculo para delimitar su territorio. Pero está claro que Pedro Sánchez necesita 9.000 policías para poder exhibir su poderío. Incluso escogió el 21-D, primer aniversario de la victoria inesperada de Carles Puigdemont, para afearle la celebración. Cuando a un gobierno no le queda otro remedio que reunirse a escondidas porque teme lo que le pueda pasar si sus ministros pasearan a cara descubierta por las calles de la capital catalana, el problema lo tiene ese gobierno y no la multitud que rechaza la violencia institucional, la represión judicial y las actitudes autoritarias del PSOE, un partido a todas luces antipático, y de los otros, los fascistas que hegemonizan la política española desde los tiempos en que Alfonso Guerra advertía, como si fuera un chulo de barrio, que quien se moviera no saldría en la foto. Iceta ya estaba ahí y sigue sin aportar nada para atraer al PSOE al campo de la racionalidad democrática. ¡Quietos todos! —grita el gobierno— y solo le siguen los que todavía se alimentan del abrevadero inaugurado en 1978. La cloaca que enturbia la democracia.