El 17 de diciembre de 1997 una mujer de 60 años, Ana Orantes, granadina de Cúllar Vega, y madre de 11 hijos (tres de los cuales entonces ya habían muerto), fue asesinada por su marido, José Parejo, un año mayor que ella. Su muerte fue horrorosa. Él la apaleó brutalmente hasta dejarla medio inconsciente. Entonces la arrastró agarrándola por los pelos y la llevó hasta el patio del chalé que compartían, la ató a una silla y le prendió fuego. Uno de los hijos, el pequeño, de 14 años y que también había padecido una niñez llena de abusos, presenció aquel crimen atroz.

Ana Orantes fue una de las 58 mujeres que fueron asesinadas por sus parejas aquel 1997. Había aguantado durante 40 años una vida de palizas y maltratos constantes. Unos días antes de la fatal agresión por parte de su marido, Orantes decidió denunciarlo a los medios de comunicación. El 4 de diciembre, Ana Orantes se convirtió en el rostro de la víctima por antonomasia al abordar la violencia machista en un programa de televisión de Canal Sur. Esta mujer madura y digna narró la pesadilla que había vivido desde que se había casado con Parejo con solo 19 años. Insultos, desprecios, violaciones, palizas, intentos de agresión sexual a su hija y un largo etcétera. Con el rostro devastado, Orantes expuso el horror que vivía en secreto entre las paredes de su casa con un hombre que los vecinos calificaban de buena persona y que los tribunales protegieron en detrimento de los derechos de la víctima.

Esta fue la peor condena que tuvo que aguantar Ana Orantes. Dos años antes, aquella mujer atemorizada durante mucho tiempo por un maltratador hipócrita había tomado la decisión de poner fin a su calvario, pero la justicia dictaminó que los dos tenían que seguir compartiendo el mismo techo: ella con los hijos, en la planta de arriba, y él, en la de abajo. ¡Qué barbaridad! La justicia española puso las condiciones para que Parejo pudiera seguir asediando a su exmujer. Que Parejo aprovechara aquella absurda situación propiciada por un estamento judicial carca y estructuralmente franquista era cuestión de tiempo. Está claro que el juez se excusó en que las leyes de aquel momento no protegían a las víctimas para nada. Al contrario. Estaban orientadas a proteger la familia, una de las sacrosantas obsesiones del nacionalcatolicismo imperante en España incluso después de la muerte de Franco. Una defensa de la familia, todo hay que decirlo, que era —y es—  una gran mentira, porque las infidelidades y la violencia de género a menudo se dan en familias supuestamente ejemplares. Guardar las apariencias es uno de los consejos más extendidos entre los intolerantes.

La justicia española convierte siempre las víctimas en culpables y genera una sensación de indefensión angustiosa

Las mujeres maltratadas tuvieron que esperar hasta el 2004 (precisamente el año en que murió Parejo de un infarto cuando todavía estaba en la cárcel) para ver aprobada una ley integral contra la violencia de género. Y aún así, como ha dejado dicho Raquel Orantes, hija de Ana, en una carta que le ha dirigido desde la Cadena Ser: “Me gustaría decirte que tu testimonio, ese con el que rompiste un silencio para denunciar un matrimonio de más de 40 años de maltrato, ha quedado marcado en la memoria de un país que hoy en día te recuerda; que muchas mujeres ven reflejado su dolor en tu dolor; que gracias a ese acto de valentía impulsaste, por fin, la creación de una ley integral contra la violencia de género; y que, en muchos casos, denuncias como la que tú realizaste no quedan impunes. Me gustaría contarte que ni una mujer más ha tenido que abandonar su hogar, como lo hacías tú cuando tu agresor rompía en cólera. Me gustaría contarte que las sentencias son justas, que los jueces no las siguen ‘interpretando’. Que al igual que tú, ninguna mujer tiene que convivir con su maltratador, que ninguna mujer, aunque haya roto la relación, tiene que vivir con el miedo de que en cualquier momento su agresor entre en casa. Que ningún hijo o hija tiene que permanecer alerta en sus sueños... Pero, mamá, no es así”.

La justicia en España es recalcitrantemente injusta. Lo sabemos desde hace muchos años. Todo el mundo lo denuncia cuando se trata de un caso como este que les cuento, que entonces despertó conciencias con aquel emotivo “Ana somos todos”. Pero resulta que ahora también sabemos que este mismos jueces consideran culpables, por ejemplo, a los alcaldes de Callús, Fenollosa u otros pequeños pueblos de Catalunya que acudieron a los colegios electorales el 1-O para proteger los derechos de los ciudadanos contra la brutal agresión de la Policía Nacional y la Guardia Civil. Los alcaldes pusieron una denuncia por la violencia policial y al final el juez le dio la vuelta a la tortilla —a pesar de las imágenes en las que se ve como la policía golpea a Joan Badia, alcalde de Callús— para acusarlos a ellos de desobediencia.

Ana Orantes murió porque un juez se ciñió a aplicar el Código Penal vigente. Un Código Penal anacrónico, heredado del franquismo, que permitió que Parejo sólo fuera condenado a 17 años de prisión por su acción homicida. Los socialistas lo maquillaron con una ley que resulta que los jueces “interpretan”, como hemos podemos comprobar a menudo a tenor de algunes sentencias. No creo que  haya ni una sola mujer en España que se sienta segura con el comportamiento del “poder judicial” español. La justicia española convierte siempre las víctimas en culpables y genera una sensación de indefensión angustiosa. Las mujeres maltratadas lo saben porque padecen las consecuencias de esa forma de actuar.

Cuando las víctimas tienen que demostrar que lo son simplemente porque las leyes protegen al verdugo, eso es una clara indicación de que el régimen judicial vigente es un completo desastre

En Catalunya, ahora todo el mundo sabe, excepto los garantes de un régimen que se construyó con el fundamentos del franquismo como base, que la justicia española es arbitraria y deficiente. ¿Se acuerdan de aquella máxima que decía “de la ley a la ley” y que solo ensalzan los apologetas de la Transición? De aquellas lluvias vienen estos lodos. Los abusos perpetrados por los franquistas que la democracia asimiló sin depurarles ni pedirles ningún tipo de responsabilidad. El personal fascista quedó incrustado en las instituciones, como el juez sustituto del Juzgado nº. 13 de Barcelona, Jaime Conejo Heredia, que persigue independentistas porque es un ultra partidario de Societat Civil Catalana, la asociación unionista que agrupa a socialistas, conservadores y neofalangistas del PSC, PP y Ciudadanos. Para él, todos los independentistas somos culpables. Como también lo era Ana, a quien el juez impuso una convivència obligada que, como observa hoy aquel hijo que 20 años atrás vio en directo cómo su padre le prendía fuego a su madre, acabó con la vida de una mujer matratada por su marido.

Ya ahora hay quien reclama desinfectar la sociedad catalana para poder avanzar, puede que lo primero que debamos hacer es “limpiar” la justicia del personal indeseable que todavía sigue allí. Debemos cambiar un sistema judicial que convierte a las víctimas en verdugos. Y cuando las víctimas tienen que demostrar que lo son simplemente porque las leyes protegen al verdugo, eso es una clara indicación de que el régimen judicial vigente es un completo desastre. En Hollywood han caído las caretas, después de años de silencio, por los casos de acoso sexual. Aquí, en cambio, un silencio muy denso encubre los abusos judiciales con excusas de todo tipo. Unas veces se recurre a la moral y otras a la Constitución para silenciar, tolerar e incluso permitir que la justicia se salte los derechos humanos y, en consecuencia, la democracia.