Esta media noche arranca oficialmente la campaña electoral. Las elecciones han sido convocadas anómalamente por segunda vez. El 21 de diciembre de 2017, el gobierno de Mariano Rajoy convocó unas elecciones autonómicas después de la suspensión, de facto, de la autonomía con la aplicación del artículo 155 de la Constitución. La conchabanza unionista no dio los frutos esperados. A pesar de que Ciudadanos logró la primera posición, no le sirvió de nada, porque el independentismo, con sus tres versiones tradicionales, sumó una nueva mayoría absoluta. Ahora se repite la historia, con un guion un poco diferente, porque ya no ha sido el gobierno español el que se ha otorgado el privilegio de convocar a los ciudadanos a las urnas, sino que una pandilla de jueces, que nadie ha elegido, ha decidido intervenir una vez más en la gobernación del país. Los tribunales no dan abasto para administrar justicia correctamente y el TSJC se dedica al politiqueo. El argumento de los jueces para tumbar el decreto de aplazamiento (que “el prolongado tiempo de provisionalidad afecta el normal funcionamiento de las instituciones”) no es jurídico. Es una valoración política que, además, no tiene en cuenta las recomendaciones de los expertos sanitarios. En Francia, el Senado acaba de tomar la decisión de aplazar las elecciones regionales, previstas para el mes de marzo, hasta junio por los riesgos sanitarios anunciados. Al menos en Francia ha sido el poder legislativo el que ha tomado la decisión y no un tribunal.

Si el TSJC no nos da una nueva sorpresa el día 8 de febrero, que es cuando ha dicho que anunciará la decisión definitiva, 5.623.962 de personas están convocadas a votar el 14-F. Lo harán en medio de una gran emergencia sanitaria, lo que hace prever una fuerte abstención, a pesar de que el censo se haya incrementado en un 1,24% (69.979 electores). Si alguna virtud ha tenido el llamado procés, es que la participación ha ido aumentando elección tras elección: 59,95% (2010), 67,76% (2012), 74,95% (2015) y 79,04 (2017). A pesar del conflicto, la victoria de todos los actores políticos fue, precisamente, que los ciudadanos de Catalunya confiasen en la democracia. Propiciar la abstención, porque la gente no se siente segura o porque más de dos o trescientas mil personas no puedan ejercer el derecho al voto por razones sanitarias, es, cuando menos, un tipo de pucherazo previo. Los poderes fácticos tienen mucho interés en romper la mayoría absoluta del independentismo en el Parlament con todas las armas posibles. Del mismo modo que el virus no entiende de fronteras, tampoco es selectivo con la ideología de cada cual. Por lo tanto, es difícil saber cuál de los dos bloques —el unionista o el independentista— se verá más afectado por la segura abstención que se dará esta vez. Si, como parece, el independentismo revalida la mayoría parlamentaria, aunque Salvador Illa se convirtiese en la nueva Arrimadas, no duden de que una abstención elevada se usará para ponerla en entredicho y para presionar a ERC (con el entusiasmo activo de los federalistas Joan Tardà y Gabriel Rufián) para que se sume a un nuevo tripartito. La cuestión es eliminar al independentismo de la ecuación política.

La confrontación electoral sigue siendo entre unionismo e independentismo. La disputa ideológica es secundaria

Desaparecida la tercera vía, que fue quemada en la sala del Tribunal Supremo que condenó a una parte del gobierno del 2017 a altas penas de cárcel, la confrontación electoral sigue siendo entre unionismo e independentismo. La disputa ideológica es secundaria, tal como ha dejado claro Vox cuando ha insinuado que podría plantearse votar la investidura del candidato socialista. Solo se lo han repensado cuando los de Abascal han calculado que sin ERC es imposible investirlo. La unión patriótica españolista no es una fantasía inventada por el independentismo. En las manifestaciones españolistas convocadas por SCC, Salvador Illa iba del brazo con Javier Ortega Smith-Molina, el portavoz de Vox, sin hacer aspavientos. No es la ideología lo que los une, sino un mismo proyecto nacional que se enfrenta al independentismo. La situación política está encallada, porque nadie tiene bastante fuerza para doblegar al otro, pero sería un error abandonar la lucha por la independencia con un argumento tan pueril como que el independentismo no tiene suficiente apoyo. Como ya argumenté cuando advertí de caer en la trampa del 50%, el unionismo tiene, en todo caso, el mismo problema que el independentismo: no suma ni es mayoritario. La ventaja de los unionistas catalanes (incluyendo a los autonomistas) es que disponen del apoyo del Estado para intentar ganar las elecciones sea como sea. La debilidad del Estado se ha demostrado, precisamente, cuando se ha visto obligado a perseguir al independentismo por tierra, mar y aire y aun así no ha podido acabar con él.

A pesar de que en estos momentos haya quien pueda creer que el independentismo vive lo que podríamos denominar una hora valle, la fortaleza del movimiento es innegable. Estas elecciones no resolverán la cuestión. Si alguien quiere hacerse trampas al solitario, que se las haga, pero perderá. Rajoy tardó mucho en comprender que el independentismo no era una “ilusión nerviosa”, como no se cansaban de repetir desde Madrid. Cuando se dio cuenta del error, solo supo reaccionar con violencia policial y persecuciones judiciales. Los medios unionistas de Catalunya apostaron por ERC cuando Miquel Iceta todavía era el candidato socialista. Ahora los republicanos han perdido comba y los medios unionistas solo trabajan —y rezan, dado que todos son beatos— para que Illa gane, a pesar de que la querella interpuesta contra él por la Asociación Nacional de Víctimas y Afectados por Coronavirus (Anvac) demuestre que no es tan buen candidato como creen algunos. Los estrategas de ERC están nerviosos, puesto que temen que la esperanza de derrotar a Junts per Catalunya se aleje cada vez más. No sé si ERC podrá compensar el arrastre de Laura Borràs con la participación de Oriol Junqueras en la campaña. El riesgo de eclipsar todavía más a Pere Aragonès es muy elevado. Además, en una campaña polarizada entre unionistas e independentistas, las medias tintas de ERC convierten a los republicanos en una especie de reproducción adulterada e imprecisa de la ya fracasada tercera vía. Además, la mayoría de los defensores de esta solución, incluso los de derechas, se han refugiado en el PSC. El purismo ideológico de los republicanos es un impedimento para convertirse en centrales, cosa que no le pasa a Junts, que sigue siendo un partido contenedor (un catch-all party) con varias caras ideológicas. En este sentido, PSC y Junts son dos vías, si bien opuestas, de banda ancha: una hacia el unionismo y la otra hacia el independentismo.

Las campañas electorales, como los debates entre candidatos, quizás no hagan ganar elecciones, pero si los partidos cometen algún error, las consecuencias pueden ser mortales. El anuncio del Govern que se podrá romper el confinamiento municipal para asistir a mítines electorales es uno de estos errores. La decisión ha indignado a la ciudadanía. Lo que podría ser considerado una observancia absolutamente escrupulosa de los derechos fundamentales, todo el mundo lo ha acogido con enojo después de meses de restricciones debido a la crisis sanitaria. No se entiende que el Govern ahora se ponga estupendo defendiendo el derecho individual de participación política, cuando ha tomado medidas que han hundido a sectores económicos enteros y ha condenado a los trabajadores a ERTE, que son el preludio de futuros ERE si las tiendas no pueden abrir, las fábricas no pueden producir y los trabajadores de la cultura no pueden trabajar. La ciudadanía no lo entiende, por lo menos tal como se ha comunicado. Cuando la salud pública está en peligro y el Govern ha reclamado aplazar las elecciones, y ha batallado contra los jueces para hacerlo, defender que los ciudadanos puedan saltarse el confinamiento para asistir a mítines electorales es vivir en otro planeta. Los políticos adámicos que mandan hoy en día a menudo son simples trompetistas de la estulticia.