Los liberales en España son minoría. Casi no existen. Se esfumaron cuando Franco ganó la guerra y el culto liberalismo republicano fue engullido por el sumidero de una historia terrible, cubierta de lodo y sangre, reproduciendo el eterno conflicto que acompaña a los supuestos liberales. El gran Francisco de Goya también sucumbió a ese dilema ante el estallido de la Guerra de la Independencia en mayo de 1808. Los acontecimientos que vivió y pintó en cuadros extraordinarios (El dos de mayo de 1808 en Madrid o Los fusilamientos del 3 de mayo), le supusieron un grave conflicto interno, ya que su ideología liberal le acercaba a los afrancesados y a José I, o sea a los represores, mientras que su patriotismo le acercaba hacia los que estaban luchando contra los franceses que imponían los principio de la Revolución a cañonazos. Son ese tipo de contradicciones las que explican por qué España dio el primer ejemplo de constitución liberal mientras se enfrentaba a las tropas francesas. Ahí encontramos los mitos fundacionales y el tiempo de la unidad imaginada del nacionalismo español, por usar el título de un estudio de Juan Sisinio Pérez Garzón, profesor de la Universidad de Castilla-La Mancha.

Los liberales tienen mala fama, como los anarquistas. En España el prestigio liberal europeo se derrumbó ante las dos versiones del totalitarismo contemporáneo. Falangistas y comunistas destruyeron la libertad cuando esta empezaba a soplar con algo de fuerza. Lo que vino después fue un festival protagonizado por analfabetos que el franquismo encumbró en lo más alto de las instituciones culturales. Salvo algunas excepciones, que siempre las hay para confirmar una regla, el liberalismo político e intelectual fue sustituido por intelectuales mediocres como José María Pemán, ese extremista de derechas que Javier Tusell y Gonzalo Álvarez Chillida convirtieron en demócrata. A nadie — a menos que escuche a Federico Jiménez Losantos o a Jordi Canal— se le ocurre hoy poner en duda que la guerra y la represión franquista supusieron una ruptura neta con el liberalismo republicano. Fue una ruptura tan profunda como duradera, sin parangón en la Europa contemporánea, ni siquiera entre los regímenes fascistas que no necesitaron de una contienda bélica para imponerse. Esa ruptura sigue viva y permite que los intelectuales reaccionarios —con Arturo Pérez Reverte, Anna Grau, Andrés Trapiello, Javier Cercas, Arcadi Espada, Hermann Tertsch y Albert Boadella a la cabeza—, amén de nacionalistas españoles saquen espuma por la boca para atacar a tirios y troyanos y, en especial, a los catalanes, así, en general, con retinte xenófobo. La resistencia silenciosa liberal bajo el franquismo, que en opinión de algunos autores fue el abrevadero del nuevo liberalismo resurgido en 1978, debió estar tan cohibida y escondida que todavía hoy sigue sin dar señales de vida. En España los liberales llevan tatuado el yugo y las flechas en un bíceps con aspecto legionario, fruto de un poso indeleble que infecta a la mente.

El fin de las ideologías es un cuento chino que les viene muy bien a los nacionalistas que aseguran no serlo

La crisis de Ciudadanos está dando mucho que hablar. Ahora todo el mundo asegura que ya sabía que Albert Rivera era ese “adolescente caprichoso”, según definición de su mentor, Francesc de Carreras. Las decepciones llevan a reescribir la historia. De Carreras, un viejo comunista que se pasó de bando, reescribe la historia de Ciudadanos y olvida que es un partido nacido bajo el signo del anticatalanismo que ya corría por las venas de algunos jóvenes cuyos padres ganaron la guerra y les educaron en castellano con ese típico acento catalán que chirría a los oídos de los arrogantes y criticones españoles monolingües. De Carreras debería haber tenido mejor vista y elegir para el papel de líder a un “hijo de papá” en vez de optar por promover al limbo de los elegidos a un empleado de La Caixa. Al fin y al cabo él ya tenía noticia de quién era Toni Roldán, que estoy seguro que era un joven tan “maduro y responsable” como Rivera (solo les separan tres años), y que hoy es el nuevo héroe en el erial del liberalismo español. La madre de Roldán, la catedrática María Antonia Monés, fue la amiga o la compañera —¡qué más da!— de De Carreras durante un tiempo y recientemente se apuntó a la plataforma de Manuel Valls, previo paso por el PSOE y la Generalitat de Catalunya como directora general de Programación Económica cuando el socialista Antoni Castells era el consejero de Economía. Las buenas familias catalanas son un círculo de un diámetro muy corto. Debe ser por eso que Josep Oliu fue el primer novio de María Antonia Monés.

Roldán dice que abandona Ciudadanos porque ya no representa la necesaria “tercera vía que sustituya el viejo debate de izquierdas y derechas”, un anhelo, por cierto, que también deseaba José Antonio. El fin de las ideologías es un cuento chino que les viene muy bien a los nacionalistas que aseguran no serlo. Ante el derrumbe ideológico, los nacionalistas no-nacionalistas sacan a pasear un patriotismo constitucional mal entendido, tomado en préstamo de los alemanes, sin tener en cuenta que en Alemania la desnazificación fue mucho más eficaz que la eliminación del pasado franquista en España. Por eso en Alemania los campos de concentración son los verdaderos lugares de memoria democrática, mientras que en España todavía se discute qué hacer con el Valle de los Caídos y la momia de Franco. En España el liberalismo sigue siendo pecado como lo era en 1884. Ad calendas graecas.