La cuenta atrás se vive como la del Apollo XI en Cabo Cañaveral, 1969. Los 10 últimos segundos se cuentan a viva voz. La sorpresa es relativa. Los diarios belgas Le Soir y La Libre Belgique, en sus ediciones digitales, anuncian el resultado de la elección presidencial desde las siete de la tarde. Pero la aparición de las estimaciones oficiales causa un transversal suspiro que atraviesa el país desde Pas de Calais hasta los Pirineos, desde el Atlántico hasta el Mediterráneo. Seguramente, los sismógrafos registraron esa vibración de alivio. Varias botellas de vino son abiertas al mismo tiempo y son servidas rápidamente. Beber vino es el deporte nacional. Buen vino.

Esto es Houdan, idílico pueblo a 60 kilómetros al oeste de París. Es la frontera de la capital. No es una frontera geográfica sino social, imaginaria. Hasta aquí llegan los parisinos dispuestos a desplazarse a diario para vivir y trabajar en la capital. Un kilómetro más y ya estamos en “la province”. Y nada está más lejos de París que las provincias. Aquí el tiempo lo marca la insistente campana de la iglesia del siglo XII. El mismo tiempo de siempre que pasa de la misma forma que siempre.

Es domingo, mediodía. Las familias salen de la iglesia y ocupan la plaza con la cháchara típica de día festivo. Los coches bloquean las calles estrechas. Houdan es el pueblo de Francia con la menor tasa de paro del país y vive la jornada electoral decisiva con una calma de quien sabe que todo acabará como es debido. La gente hace cola en la panadería para comprar la baguette y en la bodega del pueblo hace rato que se desarrolla una lección magistral para diferenciar el buen Médoc de un Graves (ambos son Burdeos). La vida inmutable del reducto de los privilegiados.

La verdadera revolución era optar por un hombre joven, casi desconocido, alguien en quien volver a confiar. La revolución era salirse del guión.

Llega la noche. Mientras se confirman los resultados, se empieza a servir una opípara cena. Habrá quien diga que estas crónicas electorales tienen más de gastronómico que de político, pero eso lo dirán quienes no conozcan a los franceses, que continúan celebrándolo todo alrededor de viandas suculentas, sea cual sea el final de la historia.

Una vez más, las carnes, los quesos y el resto de sospechosos habituales desfilan por la mesa. Entre gigot y gigot y vinos con títulos que recuerdan a viejos personajes medievales, se levantan las copas y se brinda “por el debate”. “Gracias, debate”. Un debate no te hará ganar unas elecciones, pero puede ayudarte a perderlas. Así fue. Las pocas posibilidades que Marine Le Pen tenía de ganar se difuminaron durante su cara a cara con Macron.

El resto de comensales, periodistas, en su mayoría jóvenes y algún que otro más maduro, asiente: “el debate fue decisivo para que Le Pen no superara el 40%”. Esa era la barrera simbólica de la noche. Que ella no llegara al 40%. La victoria de Macron nunca estuvo en cuestión salvo en algunos mentideros que siempre prefieren alimentar la tensión. Pero la frontera del l40% era fundamental.

El “no pasarán” ha funcionado. El cordón sanitario republicano ha resistido el ataque. Macron dirá más tarde: “protegeré a la República”. En realidad, hubiera podido decir “la República nos ha protegido a todos”.

Un joven de 39 años es un cambio trascendental. Un liberal en Francia es una excentricidad. Un líder centrista es algo que jamás había ocurrido

En este pintoresco lugar, los resultados han sido también similares a la mayoría del país. Más del 70% de los electores han optado por Macron. Por el joven imprevisible, impensable. Emmanuel Macron, el cisne negro del dogmatismo, justo el tipo de personaje que un populista siente que puede desgarrar a pedazos sin compasión. Macron, el más joven presidente del Estado francés desde Napoleón, que tenía 40 años cuando ocupó el poder, acaba de conquistar el Elíseo. Hace un año nadie hubiese podido prever que ese alumno aplicado de los jesuitas de Amiens caminara solemne, aunque algo cansado, por la explanada del Louvre para asumir su destino improbable.

Porque la gran sorpresa de la noche no fue el resultado sino el vencedor.

Primer discurso. Se pide silencio en la sala. El nuevo presidente habla mirando… al vacío. En realidad, su mirada se dirigía a la cámara de TF1, el canal privado de televisión, mientras nosotros lo observábamos desde la televisión pública. En nuestra pantalla, el nuevo presidente tenía una mirada algo perpleja. Cambiamos de canal. Ahora sí: sus ojos nos miran, pero sus palabras continúan sin levantar grandes admiraciones. Alguien lo justifica con un “es un discurso de Presidente. Esperad a que llegue al Louvre”.

Esperamos…

Primer discurso, lento, de una emoción absorta. A los 39 años, el peso de la Presidencia de la República Francesa quizá es algo que cuesta digerir. Simbólico en el uso de los tiempos, de los silencios y del tono de voz. Ante la estridencia de los extremos, Macron impone la ley de la contundencia, de la buena expresión que no necesita artilugios vocales. El derroche de adjetivos no forma parte de su expresividad. Una vez más, Macron retiene lo esencial de la educación jesuita: escolástico y pertinente, agudo pero amable. No en vano, a los doce años, Macron pidió a sus padres ser bautizado para poder tomar la primera comunión. A los dieciséis prometió amor eterno a su profesora de teatro, que entonces tenía 39, y hoy es su mujer.

La V República, fundada en 1958 por De Gaulle, puede estar llegando a su fin

Todas nuestras esperanzas de brincar de alegría están depositadas en el discurso que el nuevo presidente pronunciará más tarde, en la explanada del Louvre. Más de quince mil personas esperan allí al nuevo inquilino del Palacio del Elíseo ondeando banderas francesas y europeas. El cuadro es impecable. La pirámide, símbolo del racionalismo, en el Palacio que la monarquía tuvo que devolver al pueblo para que fuera el centro de la cultura francesa, encuadrará a Emmanuel Macron. La escena tiene algún regusto masónico, quizá como homenaje a los padres fundadores de la República. El marco elegido recuerda al billete de un dólar.

Camina á la Mitterrand. Enseña la suela de los zapatos, gastada. El paseíllo es largo, tal vez excesivo. Son las 22.37 horas cuando esboza la primera sonrisa. Emmanuel Macron lleva dos horas y media solemne y sin sonreír. Como Mitterrand, dicen. Claro que Macron no es Mitterrand y algo no acaba de cuajar.

Empieza el segundo discurso. Grandes expectativas en el aire. Pronto queda claro que algo atenaza al joven presidente. Las palabras no fluyen como deberían. Dice cosas como “poner fin a la ironía”. ¿A la ironía? El joven gato que nos acompaña se duerme. Repite fórmulas. Todo es correcto, pero nada es excitante.

Vuelvo a la carga con mi resumen burdo de la noche: “es un jesuita”. Mis amigos franceses niegan con pasión mi afirmación. “Es un enarca, un tipo ambicioso, valiente y extremadamente preparado” responden. Ya… pero esa austeridad, tiene mucho de ejercicios espirituales que mis amigos desconocen. Es una extraña mezcla de Zurbarán y Delacroix.

La revolución era eso. Marcar un nuevo tiempo. Nadie hace las revoluciones como los franceses. Nadie crea nuevos espacios históricos como ellos.

Sin duda, el momento es histórico. La Quinta República, fundada en 1958 por el General De Gaulle, puede estar llegando a su fin. El sistema presidencialista vive momentos críticos. Porque un sistema basado en un presidente fuerte necesita… un presidente fuerte. Parece una obviedad, pero los años de François Hollande han puesto en cuestión esa regla sagrada.

Los franceses han votado por un nuevo escenario. Un joven de 39 años es un cambio trascendental. Un liberal en Francia es casi una excentricidad. Han optado por ser liderados por un centrista, algo que jamás había ocurrido; por un hombre de cultura enciclopédica, un obstinado y tenaz alumno de San Ignacio de Loyola. Una combinación que alimenta todas las esperanzas.

Han elegido el cambio a pesar de ellos. Sin buscarlo. Sin el affaire de los trabajos falsos de su esposa Penelope y de sus hijos, François Fillon sería ahora presidente de Francia. Pero el hilo con el que se teje la historia es, a veces, imprevisible. El Penelopegate fue la gota que colmó el vaso. De ahí que la verdadera revolución no fuera votar por Mélenchon o Le Pen. La verdadera revolución era optar por un hombre joven, casi desconocido, alguien en quien volver a confiar. La revolución era salirse del guión. Un accidente de la historia ha hecho saltar por los aires los partidos tradicionales. Escándalos, inercias. Una historia que, gracias a eventos imprevisibles como este, nunca se escribe en línea recta. La revolución era eso. Marcar un nuevo tiempo. Nadie hace las revoluciones como los franceses. Nadie crea nuevos espacios históricos como ellos. Este es el gran resultado. La Francia en que nos hemos despertado hoy ya no es la de ayer. Aún no sabemos cuál será la Francia de mañana, pero los tiempos han cambiado. Incluso la campana de Houdan tendrá que ir haciéndose a la idea. Todos deberíamos hacernos a la idea. La revolución ha empezado.