Tan solo la imagen cosmética de haber retenido los ocho diputados en las elecciones del pasado domingo y el haber dado la vuelta a las nefastas previsiones que se habían hecho durante toda la campaña e incluso durante la misma jornada, con las encuestas a pie de urna ofrecidas por TV3 hablando de únicamente cinco diputados, ha permitido a Convergència salvar los muebles en su última cita con las urnas, antes de su anunciada disolución durante este mes de julio.

Curiosamente, son los mismos resultados que en 1979, su debut en unas elecciones con su marca histórica de Convergència i Unió. Ocho diputados en aquellas elecciones constituyentes del 1 de marzo de 1979 y también ocho este 26-J. Un total de 481.000 sufragios este domingo frente a los 483.000 de hace 37 años. Puestos a buscar similitudes, aquel resultado se produjo un año antes de unas elecciones autonómicas –las primeras, en 1980– un período que parece relativamente razonable si pensamos en unos nuevos comicios catalanes, sean del tipo que sean.

Pero las semejanzas acaban aquí y el resto se parece, hoy por hoy, como un huevo a una castaña. El partido ha perdido musculatura política, se ha desangrado en casos de corrupción, ha asistido estupefacto a la inmolación del president Pujol y su familia con sus cuentas en Andorra, y se ha quedado sin capacidad para conectar con la sociedad y las clases medias a las que dice querer representar. También se ha encerrado en sus cuatro paredes, dinamitando cualquier posibilidad de acuerdo con formaciones limítrofes (el último caso, el de Demòcrates) o con aquellos independientes que han querido aproximarse. En resumen, como organización ha dejado de ser permeable a ideas o personas que puedan ensanchar su espacio soberanista. Y podrían ponerse muchos ejemplos más.

Lo cierto es que la Convergència del 79 era la suma de aspiraciones e ilusiones de una generación y ahora, en 2016, el partido es para demasiados el puesto de trabajo, sin duda algo menos ilusionante y que a la larga se acaba notando. Así de crudo y así de claro. Lo diagnosticó perfectamente el president Artur Mas cuando concluyó, en 2015, que la marca de Convergència estaba llegando al final de su recorrido y con ella sus rutinas y costumbres, sus pesados mecanismos de decisión y un desproporcionado peso del aparato en todas las decisiones. Se equivocó en una cosa: las resistencias al cambio vendrían también de los suyos que no quieren que una generación del partido, la que ha mandado los últimos quince años, sea desplazada.

Mas, mientras tanto, escucha a unos y a otros. Manda mensajes en medio del bullicio interno que vive el partido. Esta semana, por ejemplo, el martes se reunió con Germà Gordó, el miércoles con Jordi Turull y el jueves almorzó con David Bonvehí y Marta Pascal. Los dos primeros han formado parte durante años de su círculo de máxima confianza aunque, en los últimos tiempos, el distanciamiento de su exconseller de Justícia es más que evidente y no alcanza a verlo en la nueva dirección.

El caso de Turull es muy diferente. Con el presidente del grupo parlamentario de Junts pel Sí, Mas se siente en deuda y le respeta. En todo caso, la cuestión es el límite de la renovación y la imperiosa necesidad de caras nuevas. Así como a Gordó Mas le ha dicho con delicadeza que no se tendría que presentar, en el caso de Turull no ha sido así a la espera de que sea él mismo quien entienda el alcance de la renovación.

Y es ahí donde entran, entre otros, políticos como los diputados al Parlament Bonvehí y Pascal, los alcaldes Albert Batet (Valls), Marc Solsona (Mollerussa) y Marc Castells (Igualada) y el parlamentario a Cortes por Girona y secretario general de la JNC, Sergi Miquel. Todos ellos conforman la denominada "generación Puigdemont" y tienen en común su relación con el president de la Generalitat y una enorme distancia de los entresijos de la sede del partido, la calle Còrsega.

El puzle empezará a encajar esta semana y el final dependerá del grado de implicación de Carles Puigdemont. Toda la organización, comenzando por Artur Mas, está a la espera que enseñe sus cartas cara al período congresual ya que, al final, tiene que ser él quien defina el perímetro de la renovación. Mucho más en un momento en que el expresident de la Generalitat ha trasladado en las últimas fechas que cuenta con el coraje y la energía para hacer un instrumento político nuevo, abierto y transversal. Tres aspectos que son del agrado de Puigdemont y que ahora solo falta pasar de la teoría a los hechos.

Y es que, al final, los modelos se reducen a dos. Un partido cerrado que evolucione en una línea similar a como lo ha hecho el PSC, donde el viejo aparato de la calle Nicaragua ha acabado imponiendo su ley frente a renovaciones traumáticas como habría podido suponer liderazgos que están por probar, como la alcaldesa de Santa Coloma de Gramenet, Núria Parlon. O bien, el modelo de Esquerra Republicana, una formación que bajo el liderazgo de Oriol Junqueras ha abierto sus puertas a independientes y les ha cedido las mejores posiciones en los carteles electorales.

Este es el verdadero debate en la vieja CDC y el que debe alumbrar el nuevo partido este fin de semana. Mucho me temo que si no se hace así y se imponen otras inercias, también estructurales y propias de un partido anquilosado, no surgirá nada más que más de lo mismo y una larga travesía del desierto.