La desproporcionada petición por parte de la Fiscalía del Tribunal Superior de Justícia de Catalunya (TSJC), de siete años de prisión y 32 de inhabilitación a Josep Maria Jové, y seis años de cárcel y 27 de inhabilitación a Lluís Salvadó, debería poner negro sobre blanco sobre la inexistente voluntad del estado español de proceder a cualquier tipo de desjudicialización de los hechos acaecidos en Catalunya en 2017 y que culminaron con el referéndum del 1 de octubre. El poder de las togas, como ya sucedió con la revisión de sentencia de los presos del procés, ha dejado claro que la modificación del Código Penal llevada a cabo en el Congreso de los Diputados es en lo que respecta a los hechos sucedidos hace más de cinco años, papel mojado. Eran considerados delitos en el otoño de 2017 y siguen siendo delitos en 2023, algo que, por otra parte, siempre ha dicho también el PSOE y no se le ha querido prestar atención.

Jové y Salvadó pagan, en una petición fiscal que es una barbaridad, su papel clave en la preparación del referéndum del 1-O, en su condición de altos cargos de la Conselleria d'Economia, y a ello se acoge el escrito del ministerio público. También, su condición de estrechos colaboradores de Oriol Junqueras, tanto en aquel gobierno del president Carles Puigdemont como en el partido, Esquerra Republicana de Catalunya. Jové ostenta la presidencia del grupo parlamentario en la cámara catalana y la presidencia del consejo nacional de ERC desde 2011. Salvadó es presidente del Port de Barcelona desde noviembre del pasado año, y vicesecretario general de coordinación interna de los republicanos. No es exagerado considerar a ambos auténticos patas negras de la organización, con cargos importantes desde hace más de dos décadas. 

Con Jové y Salvadó se inicia el proceso judicial del segundo bloque de dirigentes independentistas con causas relacionadas con el 1 de octubre. Lo que podríamos considerar el sottogoverno de aquellos años y que acabará teniendo sus ramificaciones en diferentes dirigentes repartidos en varios juzgados de Barcelona, fundamentalmente el 13 y el 8. Sobrevolando está también el caso del Tsunami Democràtic repartido entre el juzgado de instrucción número 1 de Barcelona que dirige Jesús Aguirre y que se encarga de la Operación Volhov, y otra parte en manos de la Audiencia Nacional y el juzgado de instrucción número 6 que aún está secreta y que abrió causa por terrorismo. Esta segunda parte podría dejar de estar secreta en los próximos días.

Aunque después de la interpretación forzada del Supremo sobre la malversación agravada para los presos del procés, los dados estaban tirados y todas las previsiones eran pesimistas para Jové y Salvadó es necesario salirse del relato oficial y resaltar su inocencia. Si la sentencia del procés ya fue, en muchos aspectos, una farsa para castigar al independentismo y que sirviera de escarmiento para el futuro, ahora estamos en un nuevo procedimiento judicial que tiene este mismo objetivo, y cabe ir recordando que los acuerdos políticos que se puedan alcanzar tienen las piernas muy cortas. El Estado utiliza sus recovecos para trasladar que no hay más poder que el de los jueces y al gobierno de turno ya le va bien, o mejor dicho, no le va mal ser enmendado en lo que solo la necesidad de una mayoría política que no tenía le había obligado a hacer.

Porque sigue produciendo escalofríos el desconocimiento que hay en Catalunya del Estado a la hora de negociar. También el desconocimiento de sus entresijos y del verdadero reparto del poder existente. En parte, porque en Catalunya esta asignatura muy pocos, poquísimos, la han tenido como materia troncal de su vida pública. Siempre recuerdo, aunque no sea más que una anécdota, como en 1977, cuando Heribert Barrera fue convocado a una audiencia de los grupos con representación parlamentaria con el rey Juan Carlos. Se habían celebrado las primeras elecciones del 15-J y el elegido diputado cogió en el aeropuerto un taxi y pidió que le llevara a la Zarzuela. Mayúscula fue su sorpresa cuando comprobó que había acabado en el teatro de la Zarzuela y no en el palacio, una situación embarazosa pero que refleja lo poco que a veces se conoce del poder.