El anuncio de Pedro Sánchez a Televisión Española de que la mesa de diálogo, negociación y acuerdo se reunirá este miércoles en Barcelona y que "se encontrará" con sus representantes permite pensar que, además de reunirse con Pere Aragonès, el presidente del Gobierno español asistirá a la misma y, por tanto, la presidirá, pero también que no lo hará. La ambigüedad de sus palabras da una idea de lo tensa que ha debido de ser la tarde de este lunes entre Madrid y Barcelona y de la resistencia del presidente español a estar presente en la mesa.

La incógnita, a expensas de que no haya algún detalle significativo no explicado, ha quedado despejada, aunque Sánchez haya querido resaltar en TVE que hay que plantear temas en la reunión en los que las dos partes se puedan entender, y como ejemplo haya destacado que de las diferentes carpetas y documentos que le han ido entregando Artur Mas, Carles Puigdemont y Quim Torra, primero a Mariano Rajoy y luego a él, puede haber acuerdo en 44 de los 45 puntos que contienen. En todos, menos en el del referéndum, sobre el que fue taxativo: no, no y no.

Parece difícil que en este contexto haya margen para solucionar el conflicto entre Catalunya y España. Pedro Sánchez se sigue moviendo en los márgenes que tiene para no hacer nada y, al mismo tiempo, presentarse ante la comunidad internacional como un gobernante con altura de miras dispuesto a encarrilar el problema territorial más grave que tiene el Estado. Sin embargo, su actuación es justamente la contraria: no está por la búsqueda de ninguna solución, ni por la negociación, sino por el espectáculo y el márqueting. Ninguna voluntad de resolver el conflicto, sino una apuesta clara por el enquistamiento y la cronificación. Sánchez hace mucho tiempo que no engaña a nadie y ha puesto las cartas encima de la mesa: no hay nada que hablar de amnistía, referéndum y autodeterminación.

De ahí su apuesta por una delegación ministerial con el perfil más bajo posible. Una delegación carente del mínimo peso político y formada por ministros de segunda fila —excepto Félix Bolaños, el titular de Presidencia— en la que están Yolanda Díaz (vicepresidenta, como cuota de Podemos), Miquel Iceta (ministro de Cultura y Deportes), Manuel Castells (Universidades), Isabel Rodríguez (ministra de Política Territorial) y Raquel Sánchez (ministra de Transportes). Una cuidada elección entre ministros cuyo departamento tiene poco sentido (Cultura o Universidades), la responsable de temática autonómica (Rodríguez) y la ministra del aeropuerto e inversiones en infraestructuras (Sánchez).

No hay que ser ningún lince, y si hay alguna duda, basta con acudir a la web de la Moncloa, donde aparece cómo quedan ordenados los ministros según el protocolo, para ver que los de peso real en el Gobierno no están en la delegación. Nadia Calviño (vicepresidenta primera y ministra de Asuntos Económicos y Transformación Digital), José Manuel Albares (ministro de Asuntos Exteriores), Pilar Llop (ministra de Justicia), María Jesús Montero (ministra de Hacienda) o Fernando Grande-Marlaska (ministro del Interior). Esta lista ofrecería un perfil político diferente y tendría todo el sentido: para hablar de represión, los ministros de Justicia e Interior; para revertir el histórico deficit fiscal, la ministra de Hacienda; para desactivar la campaña de mentiras de España en el exterior, el ministro de Exteriores, y así sucesivamente. Con Pedro Sánchez en la mesa, claro, como ya hizo con el president Torra. No saludando a los asistentes como si fuera una reina madre.