El Govern de Catalunya adoptó el pasado martes la decisión de paralizar la disolución del Diplocat, la herramienta política para ejecutar la acción política en el exterior. Veinticuatro horas después, el conseller d'Exteriors, Ernest Maragall, ha viajado a la embajada catalana ante las instituciones europeas, con sede en Bruselas, para dar el pistoletazo de salida de la reanudación de la política catalana en el extranjero, liquidada por el 155 y el gobierno del PP. Aquel famoso "Diplocat en Li-qui-da-ció" de la exvicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría que con tanto desprecio pronunció durante la campaña electoral del 21-D y que hoy le persigue como otro de sus vaticinios fallidos. Maragall pisa fuerte, ya que pretende en muy pocas semanas reabrir las oficinas en Londres, Roma, Berlín, Ginebra y Washington y que estén operativas en dos o tres semanas. En un máximo de seis meses otras dos docenas de sedes de la Generalitat se repartirán por los cinco continentes.

Ha hecho muy bien el nuevo Govern en situar la política exterior entre los principales objetivos de su iniciada política tras la supresión del 155. En el pasado, muchos de los éxitos de la acción política que se realizó tuvieron que ver con la explicación necesaria de la situación política en Catalunya. Volver a tener oficinas en el extranjero para explicar de primera mano los déficits democráticos en España, la violencia del 1 de octubre o la realidad de los presos políticos o los exiliados será una de sus funciones aunque, obviamente, no la única. Captar inversiones y servir de plataforma logística para nuevas empresas así como aprovechar la enorme fuerza de la marca Catalunya también. Porque más allá del discurso siempre catastrofista de Madrid y del traslado de varios miles de sedes sociales de empresas ―entre ellas todas las catalanas del Ibex 35― el degoteo de compañías extranjeras que escogen Barcelona como nuevo destino es imparable.

Es ahí donde residirá el éxito o el fracaso de la Catalunya del futuro. En la llegada continuada de empresas extranjeras, a poder ser de un sólido valor añadido, y en la salida de empresas catalanas al mercado mundial. Las sedes sociales de las empresas del Ibex 35 se han ido, salvo algunas excepciones, para no volver. Y esa realidad no puede ni debe ser un motivo de alarma sino una oportunidad en un mercado más competitivo. La economía catalana es robusta y tiene una gran oportunidad pese a que no tiene un Estado que juega a su favor y que en temas tan claves como las infraestructuras ferroviarias y de mercancías se ha desentendido durante décadas o ha hecho lo mínimo posible. Aún así, la atracción de Catalunya continúa batiendo récords.

Combinar política y economía a través de las embajadas felizmente recuperadas es por todo ello una decisión felizmente adoptada.