Se cumplen este miércoles dos meses desde la celebración de las elecciones al Parlament del 14 de febrero. Unos comicios de los que no está de más señalar tres cosas: el independentismo sacó más escaños que nunca, 74 de los 135 que componen la Cámara catalana; el porcentaje de votos del independentismo fue más alto que nunca y rompió por primera vez el techo del 50% de sufragios, situándose en el 51,7%; y Esquerra Republicana se impuso, por un escaño de diferencia, a Junts per Catalunya (33 a 32) en la fratricida batalla irresuelta por la hegemonía política del más amplio espacio político existente, en estos momentos, en Catalunya. Dos meses perdidos, ciertamente, en una batalla que periodísticamente empezó siendo apasionante y de un alto interés informativo pero cuyo interés ha ido decayendo con el tiempo hasta el extremo de que ahora mismo la atención de la ciudadanía por la negociación se aguanta con pinzas.

Mientras tanto, el país hace su vida sin president (Quim Torra fue cesado por la justicia), con un vicepresident en funciones de president y con un Govern en funciones en que cada conseller toma sus propias decisiones. La comisión negociadora se reúne sin calendario fijo, las versiones que se dan de la negociación distan mucho de ser transparentes y/o reales, los mensajes que se emiten son fundamentalmente de consumo interno para las dos organizaciones y las hojas del calendario van cayendo con una parsimonia similar a la de las conversaciones. El noviazgo entre Esquerra y Junts que les ha impuesto a regañadientes el electorado independentista necesita de unas condiciones que se están dando muy con cuentagotas, mientras uno y otro se escudriñan atentamente para intentar averiguar si van de farol y cómo pueden quedarse una parte más grande del pastel.

Esta incertidumbre, real o aparente, utilizada, eso sí, como estrategia negociadora, hace que si estuviéramos hablando de opciones a las que uno puede apostar todas ellas estarían vivas. Muy por delante, la de un acuerdo aunque sea in extremis, pero también la de un Govern en minoría en el que Junts facilitara la investidura de Aragonès y se quedara en la oposición, y sin descartar del todo nuevas elecciones, con todos los riesgos y dudas que eso supone, en unos comicios que se celebrarían en julio. Una de las cosas que más llama la atención es que las conversaciones no hayan escalado a la mesa de negociación conocida y no hayan entrado más tanto el presidenciable Pere Aragonès como los dos dirigentes de ERC y Junts, Oriol Junqueras y Jordi Sànchez, ambos con una indiscutible autoridad para negociar lo que sea necesario y que cumplen una injusta condena en la prisión de Lledoners pero que, lamentablemente, si algo tienen, es tiempo para hablarse.

Cada partido tiene en su seno defensores de llevar al límite las negociaciones, olvidando que a veces se producen descarrilamientos. Halcones y palomas siempre conviven en una organización política, sobre toda si esta es grande y tiene hechuras de formación política importante. Después de dos meses perdidos, de mirarse de reojo y de reuniones tan crispadas que difícilmente podrían explicar a la opinión pública han de decidir si quieren repartirse el Govern como en la última legislatura pero con los papeles invertidos, con los ajustes que sean necesarios, o quieren dar por finalizada su relación y explicar cada uno a su parroquia las razones del inexplicable desencuentro.