La batalla campal abierta entre Junts per Catalunya y Esquerra Republicana en las últimas horas no es una buena noticia para el independentismo catalán. No lo es para el conjunto del movimiento, no lo es para los partidos que protagonizan esta reyerta familiar con un lenguaje faltón entre ellos cuando no rozando el insulto, no lo es para los exiliados repartidos entre varios países desde Bélgica a Suiza pasando por Escocia, no lo es para los nueve presos políticos que llevan encarcelados entre todos 4.957 días, no lo es para los familiares de presos y exiliados que viven angustiosamente la situación de sus seres queridos y no lo es, tampoco, para los que, alejados de la refriega política partidista, quieren la máxima unidad posible.

Es del todo obvio que este no es el mejor camino y que el último y peligroso desencuentro, el que afecta a la Diputación de Barcelona, puede contribuir a hacer más grande el desencuentro entre JxCAT y Esquerra. Este artículo sería insuficiente para recoger los desacuerdos que han tenido en los dos últimos años y los agravios de cada uno respecto a su aliado/adversario. Hoy estamos hablando de la Diputación de Barcelona, como antes hablamos del Ayuntamiento de Sant Cugat o de Figueres, por no hablar de la regulación del alquiler de pisos, la sustitución de los diputados suspendidos por el Supremo, el recurso de Puigdemont contra la mesa del Parlament, su fallida investidura, los desencuentros en la prisión de Lledoners...

No todo es comparable, ciertamente, pero en los dieciocho meses de legislatura se ha ido subiendo peldaño a peldaño la confrontación hasta llegar a la situación actual. Así, difícilmente el Parlament y el Govern pueden seguir mucho más tiempo. Hace falta rebajar la tensión, recuperar la unidad de acción y, si es necesario, poner encima de la mesa los muchos desencuentros que aún son reversibles en ayuntamientos, Diputación de Barcelona y Govern de la Generalitat. En otros momentos se ha hecho, con mejor o peor fortuna. Ahora habría que intentarlo.