Barcelona va mal, muy mal. De hecho, la ciudad atraviesa su etapa más delicada desde la llegada de Narcís Serra a la alcaldía en 1979. Sin rumbo político, sin una mayoría que le dé estabilidad al gobierno de la ciudad, sin voluntad real de acuerdos con la oposición, con la alcaldesa Ada Colau desaparecida ante cualquier conflicto que sufran los barceloneses y con la cronificación de problemas como la suciedad en las calles y el surgimiento de otros como el aumento de la inseguridad, que ha hecho que vecinos y comerciantes suplan con vigilancia privada la ausencia de la Guardia Urbana.

No hay estamento de la ciudad que no haya alzado su voz para denunciar la gestión municipal, desde los más persistentes comerciantes y hoteleros hasta los últimos en llegar: el conflicto de los manteros, el desaforado incremento del precio de los alquileres. Para cerrar el círculo, la pésima gestión económica ha hecho que se pase de hablar de una ciudad con superávit presupuestario y que podía abordar todos los proyectos a otra en que se tienen que paralizar actuaciones para equipamientos programadas.

Barcelona no puede seguir por mucho tiempo más a la deriva ya que corre el riesgo de perder el tren de la historia. El impulso que llevaba ha ralentizado su caída y ha maquillado, en parte, su declive. Una política permisiva de los medios de comunicación que veían a Colau como el último bastión para frenar al independentismo también ha ayudado a amortiguar la crítica a una acción política francamente desoladora.

Es muy probable que la alcaldesa esté agotando sus últimos meses y la alternancia pueda ser posible. Con listas separadas, conjuntas, con primarias o sin ellas, el independentismo tiene que lanzarse a fondo a conquistar la alcaldía. Un proyecto de país sin gobernar en la capital es un proyecto incompleto. Falta tiempo aún, pero también es cierto que quedan muchas cosas por hacer.