Una de las singularidades de una gran capital como es París son sus terrazas. No por ser grandes, tampoco por su comodidad; además, la mayor parte del año la temperatura tampoco acompaña para estar al aire libre. Pero son un símbolo imbatible de dos elementos de la capital francesa: su variada gastronomía al alcance de cualquier bolsillo, desde el más modesto al más opulento, y el sorprendente arte de colocar una mesa en lugares imposibles. Todo eso unido a un diseño minimalista de mesas y sillas de rejilla hace que algo, si se quiere, tan menor como las terrazas sean un elemento característico de París como lo puede ser la Torre Eiffel o Notre-Dame.

La pregunta que uno se formula es ¿por qué Barcelona no puede ser como París, cuando todo le juega a favor, empezando por la climatología, y, en cambio, sus terrazas tienen que ser perseguidas por el equipo de gobierno del Ayuntamiento con la misma voracidad que un vehículo mal estacionado o, llegado el caso, se le imponen sanciones importantes por el delito de tener una mesa y un par de sillas de más? En las últimas horas, hemos recibido algunas quejas sobre la actuación de estos inspectores y llama la atención, sobre todo, como se puede llegar a hacer la vida imposible, en ocasiones, al pequeño propietario de un bar con la aplicación de una normativa claramente desincentivadora.

Ordenar el espacio urbano de una manera adecuada tendría que ser el objetivo de cualquier gobernante de ciudad. En sus calles conviven peatones y ciclistas –cada vez, por cierto, con menos espacio para los primeros y con más riesgos–, transporte público –muy deficiente– y privado –demasiado–, vehículos de carga y descarga campando a sus anchas y reduciendo calles de tres carriles impunemente durante muchas horas, y terrazas. No parece que éstas últimas tengan que ser el último eslabón de una cadena que, salvadas las horas nocturnas de mayor perjuicio a los vecinos, mejorarían el paisaje urbano. Quizás no seríamos París pero en esto también podríamos estar orgullosos de Barcelona.