Muy nerviosos deben estar los magistrados conservadores del Tribunal Constitucional cuando han sido capaces de perpetrar una maniobra tan burda como aprovechar la mayoría de la que disponen en la denominada sala de vacaciones para inadmitir a trámite el recurso de amparo de Carles Puigdemont y de Toni Comín contra su procesamiento por malversación agravada y desobediencia. Una mayoría conservadora (de dos a uno y próxima al Partido Popular, para ser más precisos), la de la sala de vacaciones; de la que no disponen en el pleno del Tribunal Constitucional, donde su presidente, Cándido Conde-Pumpido, es muy próximo al PSOE, con cuyo gobierno, bajo la presidencia de José Luis Rodríguez Zapatero, fue fiscal general del Estado. De hecho, la correlación de fuerzas en el Constitucional es claramente favorable a los autodenominados progresistas por siete a cuatro y con un magistrado conservador de baja.

Cómo ha debido ser el atropello a los derechos de Puigdemont y Comín que la propia Fiscalía ha anunciado que presentará un recurso en septiembre contra la decisión de la sala de vacaciones para que la decisión sea revocada y se estudie por el procedimiento ordinario que tiene el Constitucional para resolver los casos que no exigen una resolución urgente. Más allá de la inquina que la justicia en sus estamentos más altos procesa al independentismo catalán, y solo hace falta ver algunas de sus sentencias y el redactado que a veces se utiliza; en el fondo solo hace falta prestar algo de atención al enorme enojo que existe en medios y en la judicatura española por los resultados electorales y el papel central de Carles Puigdemont a la hora de completar mayorías parlamentarias en el Parlamento español.

Un nuevo gobierno presidido por Pedro Sánchez, y con un horizonte de cuatro años, desbarataría esta oposición judicial que se ha estado haciendo durante la legislatura anterior. No podría seguir la situación de bloqueo y que el PP ha instigado para llegar como fuera a las pasadas elecciones españolas en las que la derecha tenía que llegar al gobierno, como señalaban la gran mayoría de las encuestas, y hacer entonces los movimientos necesarios para controlar el poder. El 23 de julio ese plan saltó por los aires y la llegada de Alberto Núñez Feijóo a La Moncloa no es que sea imposible, sino que es muy difícil, ya que las concesiones que tendría que hacer están en las antípodas de sus posiciones políticas, empezando por la amnistía que reclama Junts per Catalunya y un reconocimiento del derecho de autodeterminación ejercido el 1 de octubre de 2017.

Pero más allá de la negociación política, un organismo tan importante en cualquier estado como el Tribunal Constitucional no puede ser tan tosco en sus movimientos y aceptar un nivel de degradación tan alto. España tiene una asignatura pendiente con la justicia y con ese control a perpetuidad de una determinada ideología y que hace imposible cualquier avance legislativo. Más pronto que tarde habrá que aceptar que esto no puede seguir así si España quiere ser un país homologable con los de su entorno y donde las sentencias tengan una base jurídica y no política. El procés no ha hecho sino dejar al descubierto una realidad y que quedaran al descubierto muchas de las vergüenzas de la justicia española.

Todo el mundo es consciente de que hay ahora una oportunidad, con la aritmética parlamentaria que se ha producido en el Congreso, si el PSOE está dispuesto a una negociación que no sea una fachada de cartón piedra. La alta judicatura también sospecha de que, depende de cómo acabe, esta vez igual no se sale con la suya. De ahí los nervios y también los errores que cometen.