"Estoy vivo, que nadie me entierre antes de tiempo". Esas palabras podría haberlas pronunciado Rafa Nadal a grito limpio después de volver a saborear un título, de levantar un trofeo, de demostrar que él es el auténtico príncipe de Montecarlo, tras inscribir por novena vez su nombre en mayúsculas como campeón del torneo monegasco al vencer en la final a Gael Monfils, 7-5, 5-7 y 6-0, en 2h45m.

Hacia un año que Nadal no ganaba una final, y lo hizo en la número 100 de su carrera. La felicidad ha vuelto a la cara del tenista español, al que muchos daban ya por perdido para grandes triunfos. El de Montecarlo ha sido su título número 68 y el 28 Masters 1000 de su carrera, con lo que iguala la marca de Novak Djokovic. Desde el miércoles intentará en Barcelona conquistar también su noveno título en el Barcelona Open Banc Sabadell-Trofeo Conde de Godó.

Hambre de triunfo

Nunca las victorias fueron fácil para Nadal, pese a que en su carrera haya ganado 780 partidos y un total de 68 títulos. Con Gael Monfils, Nadal era el favorito. No en vano le había ganado 11 veces y sólo en dos ocasiones, en Doha, había perdido con él. Y lo mejor, Monfils nunca le había ganado un set en pista de tierra. Lo pagó caro el francés, con los mismos años que Nadal (29). Apenas ganó 9 puntos. Nadal lo había agotado, y Monfils no pudo hacer nada. Se había enfrentado al mejor de la tierra que, además, tenía hambre de triunfo.

De Monfils se sabía lo que podía ofrecer. Un jugador con gran talento pero inconsistente, irregular, todo un ascensor, de subir y bajar, de parecer un crack a dar la impresión de un joven moderno con rastas pero sin cabeza. Tirador de golpes tan increíbles, como de errores infantiles. Jugador que, por su físico desgarbado, ofrece la imagen de comerse el partido o da la sensación que no puede más y está derrotado. Casi a punto de abandonar. Un jugador que se anima y desanima él solito.

De Nadal, en cambio, se esperaba la iniciativa y la tuvo, la ambición y la enseñó, la recuperación y la mostró. Pero también tenía picos y bajos. Quizás por los vaivenes del adversario, quizás porque el partido era demasiado importante para él. Un hombre acostumbrado a ganar, que llevaba un año sin saber lo que era levantar un trofeo podía tener sus dudas, incluso podía temblarle el brazo por muy campeón que se sintiera, o por mucho que supiera que Monfils no le había ganado ni un solo set en las cuatro veces que se habían visto en una pista de tierra (8 sets a 0). Pero esta era como la primera final de Rafa.

Monfils y Nadal casi que crecieron juntos en el circuito, aunque el español pasó al profesionalismo tres años antes, pero el francés era la gran esperanza del tenis de este país. Sin embargo, su inconstancia no le ha convertido en el Yannick Noah que esperaban los franceses.

Oportunidad aprovechada

Nadal entendió desde el primer momento que esta era su oportunidad para abrazarse nuevamente al triunfo. Y salió decidido, atacando, defendiendo bien, cruzando largos rallies, pero los cambios de ritmo de Monfils acababan por desconcertarlo. Tuvo ventaja de 3-1 y también de 5-3, pero sólo hasta la quinta pelota de set no se fue con el primer parcial a su favor por 7-5.

En el segundo set, Nadal tuvo que esforzarse más y regalar menos. Tuvo una desventaja de 1-3 y con 3-4, Monfils sacó para poner 3-5, pero el francés ya no podía más. Nadal igualó a 4 y recondujo el partido a su antojo, con una notable autoridad y demostrar que es el auténtico dueño del torneo monegasco. Y algo más. No está acabado. Por eso se arrodilló cuando vio como su zurdazo desde el fondo de la pista sentenció su victoria. El rey de la tierra está de vuelta.