Los culés boomers de todo el país tienen una frase estrella para aleccionar a sus primogénitos millenials cada vez que el Barça pierde un partido: "Vosotros estáis muy bien acostumbrados", dicen. Sin que sirva de precedente, se debe admitir que la sentencia tiene ciertos fundamentos.

Este aburrido sábado de desconfinamiento se cumplen once años del histórico 2-6 que el conjunto blaugrana firmó contra el Real Madrid en el Santiago Bernabéu, un duelo que ha pasado a la historia por el resultado –que incluso se quedó corto– y por la exhibición futbolística del Barça de Pep Guardiola.

Un servidor vivió el partido con sólo 13 primaveras en sus hombros, pero este hecho no me impide recordar a la perfección todos los detalles de aquel 2 de mayo del año 2009 en el cual el Barça empezó a construir el primer triplete de su historia.

Algo que a menudo pasa por alto cuando se rememora el Clásico en cuestión es que el Madrid de Juande Ramos se adelantó en el marcador. Lo hizo gracias al gol de un jovencísimo Gonzalo Higuaín a centro de Sergio Ramos, que entonces sólo era una lateral mediocre y no un central convincente.

La diana del Pipa, como los géneros musicales, las sudaderas o la capacidad de comprender los memes, puso de manifiesto la existencia de una fractura generacional. Había dos maneras de entender el barcelonismo.

Por una parte, los adultos, pesimistas, convencidos que el gol del argentino serviría para hundir al Barça y dar alas al Madrid, que se llevaría los tres puntos y empezaría una escalada hasta el primer lugar, hecho que además se acabaría traduciendo en un nuevo título del todopoderoso club merengue. Por la otra, los jóvenes, la quinta de Ronaldinho, conocedores de la verdad absoluta –algo típico de la edad– y sabedores que Leo Messi, o Samuel Eto'o, o incluso Bojan Krkic, quien fuera, acabaría ajusticiando a los malos tal como había hecho el Gaúcho cuatro años antes.

2 6 Bernabéu Barça Madrid

FCB

Doscientos cuarenta segundos. Este es el tiempo que los niños necesitaron para demostrar a los padres que a veces, aunque lo parezca, no tienen razón. Henry, a pase de Messi, batió a Iker Casillas con la elegancia de un francés criado en Londres y provocó un estallido de efusividad en el bar donde yo estaba. Y también, claro está, en el césped del Bernabéu.

Antes del descanso, el marcador del feudo blanco ya reflejaba un 1-3 que habría podido ser un 1-4 o un 1-5. Carlos Martínez y el desaparecido Michael Robinson, como mi padre, no daban crédito a lo que estaban viendo. En la segunda parte llegarían los goles de Henry, Messi y Gerard Piqué, quien, con un inesperado giro de cadera, escribió su nombre en uno de los capítulos más memorables de la historia culé.

En la televisión, después del quinto gol, un "es poesía, Carlos, juega un fútbol tan poético... tan brillante"; a mi lado, después del sexto, un "mira bien eso que está pasando porque lo recordarás toda la vida".

Mi padre tenía razón, lo recordaré toda la vida. Lo que no calibró, sin embargo, es lo que vendría después. Él, que tuvo que esperar que llegara Johan Cruyff para ver como el Barça levantaba una Liga, no se imaginaba el 5-0 en el Camp Nou, el 0-2 en las semifinales de Champions, el 3-4 con el Tata en el banquillo (¡con el Tata!), el 0-4, obra prima de Luis Enrique, el 2-3 con un gol en el último segundo de Messi, o incluso el 5-1 de Ernesto Valverde.

La generación Gaúcho, mi generación, tampoco se lo imaginaba. Pero lo podía intuir. Aquel 2 de mayo de 2009, en el Bernabéu, los más pequeños, aquellos que crecimos en Saint-Denis y no en Sevilla, demostramos que teníamos razón. No había ningún motivo para temer a la oscuridad.