Las dos Palmas de Oro (The Square y el film que nos ocupa) con las que el sueco Ruben Östlund ha engordado su prestigio como cineasta le han convertido, también, en un feroz diseccionador de los usos y costumbres de los ricos y famosos, de los privilegiados y los pedantes, del discreto encanto de la burguesía, que diría Buñuel. Y, más allá, de lo repugnantemente mezquino que puede llegar a ser el ser humano. El triángulo de la tristeza, que alude al ceño fruncido, a ese espacio entre los ojos que debes permanecer completamente relajado si te dedicas a la pasarela, comienza su camino en un casting para una agencia de modelos que sirve para conocer a los dos protagonistas de la película. A ella (la malograda Charlbi Dean), influencer con miles de K en su Instagram, le va mucho mejor que a él (Harris Dickinson). Dos personajes con cuerpos perfectos y cerebro podrido, o vacío en el mejor de los casos, que discuten sobre roles de género y feminismo a la hora de pagar la cuenta de un restaurante, y que se aman en función de lo que sacan a cambio. Cuando nuestros héroes (lol) aterrizan en un crucero de lujo, invitados por ese cáncer social que indica el poder de un/a imbécil autodefinido/a como influencer, penetrarán en un mundo al que aspiran, y al que no pertenecen: el de los ricos hasta la obscenidad, los poderosos que se manejan, y nos manejan, desde el capricho. En el segundo de los tres actos en los que divide El triángulo de la tristeza, Ruben Östlund ofrece una mirada salvaje e incómoda, su sello de autor (también en la estupenda Fuerza mayor), al mundo de los multimillonarios, sin más reglas que las que deciden sobre la marcha.

fotograma de lo triangulo de la tristeza
El triángulo de la tristeza, de la Palma de Oro de Cannes a los premios Óscar

El rey de la mierda

La disección que propone el cineasta es cruel: mientras los monarcas de instagram se hacen selfies con platos de pasta que no se comerán, la intolerancia al gluten no entiende de estatus, sus compañeros de viaje se presentan. De un venerable matrimonio de ancianos, de apariencia entrañable y fondo escalofriante (y destino que nos permite creer en la justicia divina), a un oligarca ruso que ha hecho su fortuna vendiendo fertilizantes (“soy el rey de la mierda”, afirma jocoso), pasando por su esposa, empeñada en que la tripulación abandone un rato sus quehaceres y disfrute de la vida nadando un ratito o disfrutando de las burbujas de un jacuzzi (“somos todos iguales”, dice sin asomo de vergüenza torera), o por un diseñador de apps que solo aspira a encontrar a alguien con quien compartir viaje.

La caricatura que dibuja Östlund flirtea con el trazo grueso, pero es tremendamente eficaz, y no se detiene allí

La caricatura que dibuja Östlund flirtea con el trazo grueso, pero es tremendamente eficaz, y no se queda ahí. Los mismos trabajadores de la empresa naviera también viven, y se relacionan, siguiendo de forma estricta los privilegios de clase. A la vez que, justo antes de zarpar, los empleados rasos, por supuesto racializados, apuran en silencio sus últimos minutos antes empezar a trabajar, la sobrecargo y los tripulantes vestidos de blanco, por supuesto caucásicos, participan de una charla motivacional con aplausos y gritos de ánimo, y un mensaje claro: a los pasajeros se les responde con un sí a todo, por marcianas que sean sus peticiones.

Durante el crucero conoceremos también al depresivo capitán del barco (Woody Harrelson), que solamente sale de su camarote cuando ya no puede escaquearse más. Y que protagoniza una delirante cena de honor celebrada durante un temporal que mueve el barco de lado a lado, convirtiendo un menú degustación a base de ostras, caviar y ensalada de erizo, en una escatológica orgía de vómitos y diarreas con la que un Östlund enemigo de las sutilezas se deja llevar: se le va la mano, y la autoindulgencia, mientras parece querer coincidir con los Monty Phyton en cuál es El sentido de la vida. Una larga secuencia rematada con una relevante (y ebria) discusión entre capitalismo y marxismo.

El triángulo de la tristeza

Desembarca como puedas

Muy a gusto chapoteando en el caos, la mente pensante de El triángulo de la tristeza sigue disparado y cuesta abajo, en un tercer acto que cambia de escenario, piratas mediante, y en el que propone un tronchante cambio de roles y jerarquías que hace temblar los cimientos de nuestra tan bien ordenada sociedad. “En el yate soy la encargada de los baños, aquí mando yo”, deja clarísimo una de las tripulantes filipinas del crucero. No contaremos aquí los, razonablemente bien fundamentados, motivos de la aseveración.

Los privilegios de clase se llevan al límite, el ser humano sigue siendo repugnante y miserable en las situaciones más extremas

Los privilegios de clase se llevan al límite, el ser humano sigue siendo repugnante y miserable en las situaciones más extremas, y las risas, incómodas, pero risas, continúan en la platea hasta una conclusión que mantiene el delirio de esta sátira feroz que parece beber de referentes tan extremos como Luis Buñuel, Roy Andersson o los Monty Python, Zoolander o La gran comilona, El señor de las moscas o... Aterriza (o desembarca) como puedas.

Adorablemente cínica, a ratos irritante, siempre sin freno de mano, provocadora y desacomplejada, desternillante, El triángulo de la tristeza no deja títere con cabeza

Adorablemente cínica, a ratos irritante, siempre sin freno de mano, provocadora y desacomplejada,  desternillante, El triángulo de la tristeza no deja títere con cabeza. Y eso siempre merece un aplauso.