Ha muerto la papisa. No sabemos si anoche o esta mañana. Cuando el padre ha abierto la puerta, porque era muy extraño que no se hubiera levantado para desayunar, la ha encontrado con el rostro plácido y los ojos abiertos mirando al techo como quien espera un milagro. Ha muerto la papisa. Es lo primero que ha dicho. Entonces la noticia se ha difundido con las palomas blancas por cada habitación de la casa y hasta más allá del rellano. La papisa era muy querida por todo el vecindario. Sabía escuchar, se había manchado de barro cuando llovía, había afilado las herramientas en tiempo de siega y cantaba junto al fuego las noches de fiesta. Había vivido una barbaridad de años (algunos decían que había visto llegar la luz al pueblo) y sus opiniones, aunque antiguas, guardaban una chispa de empatía que el antiguo papa —su marido— no tenía.
La noticia se ha difundido con las palomas blancas por cada habitación de la casa y hasta más allá del rellano
¿Y ahora qué tenemos que hacer?
La hermana ha preguntado: ¿Y ahora qué tenemos que hacer? La tía ha roto el sello de la papisa, ha cerrado la cámara —esperando que llegara el forense para notificar la fatídica noticia— y juntos hemos comenzado los debates (eternos) sobre quién sería su sucesor. Aquí la cuestión ha tomado un aire más denso. La papisa tenía una visión concreta de nuestra casa y de nuestros límites: qué debíamos pensar, qué debíamos sentir, cómo debíamos creer... y eso provocó discusiones entre los padres en la cocina, y aunque no estaban de acuerdo, habían hecho voto de obediencia. En cambio, los nietos, que miramos a las generaciones (y sobre todo a la muerte) con la distancia de los inmortales, creíamos que la papisa era una reliquia que no tenía nada que ver con nosotros. ¿Y ahora qué tenemos que hacer? Teníamos que esperar a que el Espíritu Santo, un vecino que vive justo enfrente de casa y que nos espía cada mañana y cada tarde, nos anunciara quién era el alma más preparada para una misión tan colosal.
Teníamos que esperar a que el Espíritu Santo, un vecino que vive justo enfrente de casa y que nos espía cada mañana y cada tarde, nos anunciara quién era el alma más preparada para una misión tan colosal
Nunca me he fiado de los ángeles, ni de los demonios. Pero si tuviera que tomar partido, yo iría con Caín, porque entiendo los motivos del lobo y sé que las víctimas solo son eso: víctimas, y que quienes quieren confundir víctimas con héroes hacen un daño terrible a la dignidad y a la misericordia. Todos esos pensamientos me los he guardado solo para mí cuando ha sonado el timbre y se ha presentado en casa, arreglado y con una sonrisa de funcionario, el Espíritu Santo. Todos hemos hablado para no decir absolutamente nada. Y al terminar, el vecino ha hecho un gesto, se ha sentado a mi lado y me ha impuesto las manos. A partir de hoy tú serás la nueva papisa. Y yo, que tengo la fe maltrecha, que no creo en los misterios, ni en la bondad de los hombres, que no pasaría cuarenta días en el desierto, ni multiplicaría panes, ni peces, ni sería capaz de perdonarlos porque te aseguro que saben lo que hacen... pues esa decisión me ha parecido la más justa de todas. Así sea, por los siglos de los siglos.