AC/DC ha fichado el cantante de Guns N' Roses, Axl Rose, para actuar en la gira de presentación de Rock or Burst en lugar de Brian Johnson. Dicen que el cantante del grupo australiano se quedará sordo si no deja los escenarios una temporada. AC/DC serviría para explicar la tendencia natural que todos tenemos de intentar alargar las épocas que nos han hecho felices. A veces intentando alargar los buenos momentos hacemos un ridículo espantoso. Pero arriesgarse a quedar como un primo siempre es mejor que rendirse antes de tiempo. La poesía necesita un poco de desgaste y de putrefacción. La novedad es una horterada por defecto. En general, la gente insiste poco –y por eso vivimos una época tan frívola–. A mí no me importa lucir algunas cicatrices y chichones.

Uno que se marchó demasiado pronto fue Bon Scott, el primer cantante de AC/DC, que murió mientras dormía una borrachera ahogándose tranquilamente en su propio vómito. Guns N' Roses también desapareció antes de lo previsto, pero en su caso la retirada no tiene una excusa épica. Appetite for destruction cayó como un meteorito en el panorama azucarado y tontorrón de los años ochenta. Axl Rose y Slash lo tenían todo para heredar el trono de Mick Jagger y Keith Richards. Los Guns N' Roses hubieran podido convertirse en los nuevos Rolling Stones, pero les faltó la calidad humana. Supongo que venían de una sociedad que ya era inconsistente, y la misma víscera salvaje que los llevó corriendo al éxito los destruyó en seguida. Aunque dicen que ahora vuelven no creo que hagan nada.

Igual que Nirvana, Guns N' Roses se quemaron en la última noche de San Juan de la cultura occidental. A través de ellos se podría contar como la hegemonía de Occidente comenzó a tambalear cuando los roqueros americanos adoptaron el pesimismo de las bandas europeas. AC/DC son fruto de una idea de la libertad más fuerte y muy condicionada por la guerra fría. Resisten porque no ha habido sucesores sólidos, y porque conectan con una melancolía muy profunda, disfrazada de rebeldía adolescente, en la cual se ha ido asfixiando nuestro mundo desde la segunda Guerra Mundial. Cuando Salinger creó Holden Caulfield –el protagonista de The Catcher in the Rye–, el guitarrista de la gorra y el uniforme de internado estaba a punto de nacer. Si Salinger viera que Angus Young aún se disfraza de escolar travieso pasados los 60 años, me parece que diría que estamos haciendo un drama excesivo con el desembarco de Normandía.

Una de las aportaciones que la Segunda Guerra Mundial hizo a la humanidad fue inspirar la idea que una persona puede quedar psicológicamente traumatizada e incluso ponerse enferma debido a una situación de estrés emocional insuperable. Esta idea, nacida del sufrimiento de los soldados y de los civiles que probaron los campos de concentración, ha tenido un largo recorrido, desde 1950. Los cantantes y los grupos de rock se han alimentado del dolor provocado por las guerras mundiales tanto o más que los psicólogos y psiquiatras. A medida que el concepto trauma cogió profundidad, y dejó de asociarse por defecto a una herida física, no sólo nos hicimos más sensibles a la violencia. La relación entre el cuerpo y el alma se transformó, y esto afectó a la música. Una cosa que sorprende comprobar es como a medida que los estados reconocían y catalogaban las patologías provocadas por la guerra y la represión, los aullidos de los roqueros se volvían más agudos y ruidosos.

A base de escuchar canciones y tomar pastillas, hemos llegado a un punto en el cual todo el mundo se cree con derecho de estar traumatizado, sea porque no tiene trabajo, sea porque no está bien con la novia, sea porque no le ha tocado la lotería. Ponemos un énfasis tremendo en la salud emocional y en las desgracias personales del pasado y luego nos resistimos a analizar el debate político en términos de psicología y de memoria. Los cantantes de rock se drogan, se suicidan y buscan los tres pies al gato, amplificando tanto como pueden las pequeñas frustraciones cotidianas desde hace más de cincuenta años. Los psiquiatras y los psicólogos han inventado un montón de tratamientos y de enfermedades mentales que en 1940 no existían. Sin embargo no he visto todavía un libro que analice los efectos emocionales de la guerra y el franquismo en el discurso político español, y en la cultura.

No sé. Puede que algunas cosas todavía las tengamos que decir cantando, en España. Dirty deed done dirt cheap.