Definimos constantemente Maestro como perfil biográfico del compositor y director de orquesta Leonard Bernstein. Sin embargo, escondida bajo la estructura más clásica de este gastado género denominado biopic, podríamos defender la idea de que Maestro es, en realidad, la crónica de un desencanto. Está en la mirada de Felicia Montealegre, la mujer del músico durante 27 años, en sus ojos tristes, amorosos, resentidos o furiosos, donde podemos repasar el contradictorio recorrido vital de Bernstein, sus repetidas infidelidades, sus golpes de genio, su brillantez componiendo e interpretando, su petulancia, su hedonismo militante, su egoísme. Y es en la mirada de Felicia donde encontramos la progresiva decadencia de un matrimonio que no se deja ligar por ninguna regla preestablecida, con fecha de caducidad a pesar de un amor real a prueba de bombas, y de amantes.
 

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Es el primer acto de Maestro el que pone el foco en la fascinación mutua entre el músico, homosexual en un armario entreabierto que nunca parece que ponga mucho esfuerzos al esconder sus gustos, y la actriz de ojos enormes. A su manera, sin dejar de encamarse con los hombres de su vida, el protagonista se enamora de Montealegre, después de conocerla en un cóctel lleno de celebridades y escucharla declamar en un escenario vacío de un teatro también vacío. En un luminoso blanco y negro, la película nos transporta al Nueva York de los años 40, la ciudad donde tres marineros pasan un día de permiso en aquel prodigioso musical de Bernstein llevado al cine por Stanley Donen y Gene Kelly, que Maestro utiliza en una reveladora escena para dejar clarísimos, como si hiciera falta, los gustos de nuestro hombre.

Bradley Cooper parece apostar por ofrecer un muestrario de los recursos estéticos y formales que crearon el imaginario de medio siglo de cine en Hollywood

En su segunda película como director después de la sorprendente Ha nacido una estrella, Bradley Cooper parece apostar para ofrecer un muestrario de los recursos estéticos y formales que crearon el imaginario de medio siglo de cine en Hollywood: de este blanco y negro del primer tramo, de los travellings y contraluces, el cineasta cambia de formato (del 1,33:1 al 1,85:1) y pasa a los colores granulados cuando la acción viaja a los años 60 y 70. Visualmente, la película es poderosa, brillante. La fotografía de Matthew Libatique, el diseño de producción, el vestuario y los decorados, toda la recreación de una época (o dos) es siempre abrumadora. Y envuelve las idas y venidas de los protagonistas, los encuentros familiares, las discusiones, los flirteos extramatrimoniales, las fiestas, los conciertos.

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En este sentido, una de las escenas más potentes de la película es aquella en la que Bernstein dirige una sinfonía de Mahler en la Catedral de Ely. Física y precisa, la interpretación de Bradley Cooper se reivindica en un momento cargado de sentido, rematado con el abrazo de una Felicia que, de nuevo, y una vez más, observa. Los ojos enormes y expresivos de la sensacional Carey Mulligan marcan la pauta. Pero Maestro también se apoya en las contradicciones de Bernstein: en la dicotomía entre componer y dirigir una orquesta, entre tirarse a los brazos de hombres o a los de su mujer, entre la familia y la fama, entre la capacidad de seducción y el narcisismo desatado.

Aspirando a siete premios Oscar (entre otros los de mejor película y actor y actriz protagonistas, pero no director), y con la sensación de que volverá a casa con los bolsillos vacíos, Maestro es, en definitiva, una nueva muestra del talento de un cineasta que parece compartir tendencia al exceso con su personaje, y un poderoso, e irregular, largometraje que navega entre el homenaje, la reverencia y, a ratos, el puro chismorreo.