El próximo viernes, 17 de septiembre, se celebrará el 30 aniversariode la publicación de los dos volúmenes de Use Your Illusion, los discos, dos obras megalíticas, con los que Guns N'Roses se reivindicaron como la banda de rock más grande del planeta.
Tres décadas más tarde, su bajista, el entrañable Duff McKagan, repasa aquellos días, y todo lo que había vivido antes y todo lo vino después, en la autobiografía It's So Easy (y otras mentiras) que en nuestro país ha sido publicada por Libros Cúpula.
En un relato imprescindible para los adictos de biografías musicales, en la que McKagan nos descubre su infancia y juventud en Seattle, donde acabó estando uno de los pilares de la escena protogrunge, a su llegada a Los Ángeles, aquella jungla donde sólo sobrevivían los más fuertes. Su ascenso al olimpo de las estrellas del rock donde experimentó con todos los tópicos del género: sexo, drogas y un poco de rock'n'roll, y su posterior expiación.
Os ofrecemos un extracto de su primer capítulo (respetando el trabajo de la traducción al castellano de Rocío Valero Lucas).
Llamando a las puertas del cielo
Yo conozco a muchos drogadictos. Muchos han muerto o siguen viviendo lastimosas vidas. En muchos de ellos, cuando tocábamos música juntos, de chavales, y mirábamos hacia el futuro, yo observaba un formidable gusto por la vida. Porque nadie se pone por objetivo acabar siendo alcohólico o drogadicto. Hay gente que puede experimentar durante su juventud y vivir para contarlo. Y hay gente que no.
En la época en que Guns N’ Roses se introdujo en la conciencia colectiva, yo adquirí fama de gran bebedor. En 1988, la cadena MTV emitió un concierto en el que Axl, como solía, me presentó como Duff McKagan el Rey de la Cerveza. Al poco tiempo, una productora que estaba preparando una nueva serie de animación me llamó para preguntarme si podían bautizar con el nombre Duff una marca de cerveza que salía en ella. Yo me reí y dije que sí, que claro, que por mí, encantado. Todo aquello me sonó a proyecto artístico de baratillo. Porque, vamos a ver, ¿a quién se le ocurre hacer una serie de dibujos animados para adultos?
Poco sospechaba entonces que esa serie iba a convertirse en Los Simpson, y que al cabo de pocos años empezaría a ver vasos de cerveza y otros productos de la marca Duff allá donde nos llevaban nuestras giras. Aun así, dado lo que había visto a lo largo de mi vida, tener fama de bebedor no me importaba mucho. Sin embargo, a la altura de la gira de los álbumes Use Your Illusion, que ocupó a Guns N’ Roses veintiocho meses, entre 1991 y 1993, mi nivel de consumo había alcanzado proporciones épicas. Para la gira mundial Illusion, el grupo alquiló un avión privado; no un jet ejecutivo, sino un 727 completo, alquilado al casino de MGM, con sus salas privadas y sus dormitorios tipo suite para los miembros del grupo.
En nuestro primer vuelo, Slash y yo lo bautizamos fumando crack juntos. Antes de que las ruedas del aparato abandonaran el suelo (no lo recomiendo, por cierto; el olor lo invade todo). Nuestro paso por Checoslovaquia ni lo recuerdo. Actuamos en el estadio de una de las ciudades más bonitas de Europa oriental, al poco de la caída del Muro de Berlín, y solo me enteré de que había estado en ese país por el sello que encontré en mi pasaporte. Yo ya no tenía claro si alcanzaría a ser uno de esos tíos que experimentan durante su juventud y viven para contarlo. Todos los días me aseguraba de despertarme con una botella de vodka junto a mi cama.
En 1992 intenté dejar la bebida, pero al cabo de unas semanas recaí con más ganas que nunca. No podía dejarlo. Había cruzado una frontera. Se me caía el pelo a mechones, y cuando meaba me dolían los riñones. Mi cuerpo no soportaba las embestidas del alcohol sin responder con malicia. Tenía el tabique nasal perforado por la cocaína y moqueaba continuamente, como un grifo que goteara en un urinario mal atendido. La piel de las manos y los pies se me había agrietado, tenía forúnculos en la cara y el cuello. Y para tocar el bajo, bajo los guantes tenía que llevar vendajes.
De ese pozo se puede salir de muchas maneras. Algunos entran directamente en un centro de desintoxicación, otros van a la iglesia. Otros más, a Alcohólicos Anónimos, y muchos otros acaban en una caja de pino. Y yo sentía que ese era mi destino. A principios de 1993 estaba desfasando tanto con la cocaína que mis amigos –algunos de los cuales esnifaban o fumaban crack conmigo– intentaron hablarme y mantenerme alejado de mis proveedores cuando volvía a casa entre tramos de una gira. Ah, pero yo tenía mis recursos para esquivar a mis bienhechores.
En Los Ángeles siempre había recursos. Una de las mentiras que me contaba a mí mismo era que yo no era cocainómano. Porque, a ver, no iba a fiestas blancas, y nunca consumía solo cocaína. De hecho, odiaba la idea de consumir cocaína. La tomaba con fines estrictamente funcionales: usaba su efecto estimulante para evitar emborracharme y poder seguir bebiendo; a veces, durante días. Bueno, casi siempre durante días. Y como no quería convertirme en el típico farlopero, no contaba con ninguna de esas sofisticadas trituradoras que sirven para inhalar más fácilmente el producto.
Yo cogía mi paquete, lo abría, partía como podía una piedra en trozos y me introducía uno en la nariz. Y claro, me daba cuenta de que ese procedimiento tan chusco me estaba pasando factura. Tenía siempre el interior de la nariz en carne viva. A veces me escocía tanto que me doblaba de dolor. Pero entonces se quedó embarazada la mujer de mi principal proveedor de farlopa, Josh. Y empezó a preocuparme el hecho de que ella misma no dejara la coca. Una cosa que mi poroso código ético no había perdido era la idea de que cuando solo era tu vida lo que estaba en peligro, casi todo podía considerarse divertido, pero que poner en peligro la de otra persona no era de recibo. Me negaba a tomar parte en cualquier situación que perjudicara a un tercero inocente. Y no solo por una cuestión de elemental decencia humana.
Yo pertenezco a una familia muy extensa. En ese momento de mi vida tenía unos veintitrés sobrinos y sobrinas, y a todos los conocía desde su más tierna infancia. No. Yo, con Josh y su mujer, Yvette, iba a ponerme firme. Iba a insistir en que ella dejara la droga. Aún no podía predicar con el ejemplo, pero sí me ofrecí a pagarle un tratamiento de desintoxicación. Tanto Josh como Yvette me juraron que por supuestísimo que ella lo había dejado, y que de ninguna manera iba a estar consumiendo mientras llevara al niño en su seno. Pero yo no me fiaba.
Un fin de semana, los dos vinieron a quedarse conmigo y otros amigos en una cabaña que me había comprado en Lake Arrowhead, en la montaña, al este de Los Ángeles. Josh trajo droga, claro. Yo les había asignado a él y a Yvette uno de los dormitorios de la planta baja, y me di cuenta de que Yvette estaba colocada. Para confirmar mis sospechas, entré en su habitación y me la encontré inclinada, esnifando una raya. Ver esto con mis propios ojos me hizo comprender que me encontraba sumido en el abismo más profundo de mi vida. Perdí la cabeza. Los eché de mi casa y les dije que no quería volver a verlos. Me enfadé con ellos y conmigo mismo. Ese mismo día dejé la cocaína. Luego pasé dos semanas brutales, sumido en el alcohol y en una profunda depresión.
Aunque los efectos de la bebida eran más visibles sin la cocaína, reducir mi consumo de alcohol –no digamos suprimirlo– me resultaba más difícil. Hoy sé lo que significa 'DT'. Delirium tremens, en su definición clínica, es una afección psicótica grave que se da en algunas personas que sufren de alcoholismo crónico, y que se caracteriza por temblores incontrolables, alucinaciones intensas, ansiedad aguda, sudores y terrores súbitos. En ese momento yo solo sabía que no era nada divertido. Me sentía fatal. Mi cuerpo se descomponía como si estuviera sometido a tratamiento de radioterapia.
Durante la gira Use Your Illusion yo había estado grabando por mi cuenta algunas canciones perdidas, colándome en distintos estudios, un proyecto que sobre todo me había servido para ocupar un tiempo que de otra manera habría dedicado a la bebida, y la verdad es que no sabía para qué quería esas maquetas. Una de ellas, mi versión del tema de Johnny Thunders 'You Can’t Put Your Arms Around a Memory', acabó formando parte de The Spaghetti Incident, el álbum de versiones que sacó GN’R al poco de terminar la gira Use Your Illusion. En estas sesiones yo hacía un poco de todo: batería, guitarra, bajo. También cantaba, y quien oiga el disco se dará cuenta de que en algunas canciones no puedo respirar por la nariz.
Y entonces, en algún momento de la gira, un empleado de la discográfica que nos acompañaba en el tour me preguntó que dónde me metía en mis días libres. Se lo conté. Cuando Tom Zutaut, el hombre que había fichado a los Guns para Geffen Records, oyó hablar estas maquetas, me preguntó si podía interesarme firmar un contrato en solitario. Me dijo que Geffen podía publicar esos temas en forma de álbum. Yo sospeché que sus razones eran mercenarias. Para entonces, Nirvana y Pearl Jam ya habían explotado, y creo que Zutaut pensó que aprovechar mis raíces de Seattle y mi relación con el movimiento punk podía ayudar al sello a resituar a GN’R. Pero no me importó. Para mí era la oportunidad de cumplir un sueño.
Yo había crecido idolatrando a Prince, el artista que en su álbum de debut tocaba más de veinte instrumentos, ese disco que en su ficha incluía esta frase increíble: "Escrito, compuesto, interpretado y grabado por Prince". Qué chulo, mi propio disco a la manera de Prince, haciéndolo casi todo yo mismo y distribuyéndolo por todo el mundo. Geffen se apresuró a publicar el disco, con el título Believe in Me, en el verano de 1993, coincidiendo con el final de la gira Illusion. Axl lo recomendó sobre los escenarios de los últimos conciertos. Y hasta yo empecé a promocionarlo cuando el grupo aún se encontraba en Europa: a una firma en España acudió tanta gente que tuvo que ir la policía equipada con material antidisturbios para acordonar la calle que daba a la tienda de discos.
Yo tenía previsto iniciar mi gira en solitario inmediatamente después de las últimas citas de GN’R: dos conciertos de despedida en Buenos Aires, en julio de 1993. Mi tour arrancaría con sendos conciertos de presentación en San Francisco, Los Ángeles y Nueva York, y seguiría como telonero de la gira de grandes recintos de los Scorpions por Europa y el Reino Unido. Cuando volví a Los Ángeles procedente de Argentina, me reuní con el grupo de amigos y conocidos que había formado para que me acompañaran en el escenario durante el tour. Antes de que yo llegara, ellos ya habían empezado a ensayar. Y ahora empezamos a preparar la gira juntos, a marchas forzadas.
Axl se enteró de que yo pensaba volver a salir de gira. Me llamó por teléfono. "¿Estás loco? Ahora no puedes volver a salir de gira. ¿Cómo se te ocurre?". "Es lo único que sé hacer –contesté yo–. Música". Y también sabía que si me quedaba en casa, probablemente volvería a sumirme en la locura de la droga. No me hacía ilusiones de dejar la bebida, pero estando de gira, con una banda compuesta por viejos amigos de mi círculo punk rock de Seattle, pensaba que alguna posibilidad tenía de reducir mi consumo. Y de alejarme de la cocaína.
Si me quedaba en Los Ángeles, no creía que pudiera resistir la tentación que suponía esa cocaína tan fácilmente disponible. Los representantes de GN’R asignaron también a mi gira en solitario a Rick Truck Beaman, el hombre que había sido mi encargado de seguridad personal en el tour Use Your Illusion. Para entonces, su preocupación por mí parecía ir más allá del deber profesional. Sentía un profundo interés personal, como amigo, por intentar limitar los daños que me estaba haciendo a mí mismo. Y ahora, por fin, nuestros objetivos coincidían... por lo menos en lo relativo a la cocaína. Pero Axl tenía razón.
Antes del primer concierto, el de San Francisco, la que entonces era mi mujer, Linda, se dio de tortas con otra chica y perdió un diente. Se puso todo perdido de sangre. El concierto del Webster Hall de Nueva York se abarrotó de Ángeles del Infierno y hubo bronca. Yo decidí intervenir y les pedí que se calmaran a gritos. Al final del concierto hubo gente que intentó acercarse a mi camerino. Pero yo quería estar solo.