Hace unos días corría un hilo de Twitter desolador que enseñaba fotografías históricas captadas justo antes de un acontecimiento trágico. Salían los astronautas sonrientes del Challenger, que explotó unos segundos después de elevarse, los jugadores uruguayos, jovencísimos, del vuelo que se estrelló en los Andes o una pareja brindando con cerveza antes del concierto en la sala Bataclan. A diferencia de lo que nos enseña la ficción, en la realidad no hay nada en el aire que haga olfatear la tragedia, no hay un acuerdo roto de guitarra ni una lluvia anticipadora. Están tranquilos, sin ningún indicio que haga pensar que la muerte estaba tan cerca.

Comidas y momentos que no querremos recuperar pero que ensanchan infinitamente un almacenaje digital

El valor de la imagen en los últimos tiempos ha llegado a un punto de no retorno. Vivimos en un mundo de hipervisualidad en que la imagen es hegemónica, acelerada, constante. Antes teníamos fotografías de momentos muy concretos, de celebraciones o acontecimientos únicos (esasvacaciones, aquellas colonias). Ahora ya podemos ver la evolución de un rostro en retratos diarios hechos durante años. Porque tenemos la posibilidad de captarlo todo. Cosas absurdísimas, muchas veces. Comidas y momentos que no querremos recuperar pero que ensanchan infinitamente un almacenaje digital (siempre con la sospecha de que un día este sistema incomprensible falle y se pierdan las fotos valiosas entre toda la paja).

En la vida real, fuera de experimentos, tener la foto te permite volver siempre que quieras y, por lo tanto, observar entonces los detalles

Leía que se han hecho estudios de qué efecto tiene sobre el recuerdo, hacer fotografías. En un ensayo se comparaba cómo se recordaban una serie de obras de arte cuando se observaban y cuándo se retrataban. Los resultados eran claros: el recuerdo siempre era más preciso cuando no se habían fotografiado. Entendemos, claro está, que se había prestado toda la atención al retener los detalles. En la vida real, fuera de experimentos, tener la foto te permite volver siempre que quieras y, por lo tanto, observar entonces los detalles. Sin embargo, no nos engañemos, la mayoría a veces no volvemos más. Por lo tanto, medio nos perdemos la experiencia porque lo estamos retratando y encima la recordamos peor. Quizás hacemos tantas fotos porque tenemos la sensación que podemos preservar todo lo que vivimos. Y lo queremos retener. Allí guardado, para volver, sin desprendernos de nada. Todo documentado, como si el tiempo pasara menos y las cosas se acabaran menos.

Mi abuela se miraba muy a menudo la única foto que tenía de bebé

Pienso en las fotos de papel. En los álbumes amarillentos de casa de los padres, el de la boda con cada mesa de invitados, las fotos de aquellos Reyes que estábamos todos en una casa que ya no existe. Mi abuela se miraba muy a menudo la única foto que tenía de bebé. Se la miraba sin poder creerse que ella también hubiera sido tan pequeña, impactada ante el paso del tiempo en ella misma. Igual que cuando nos hacíamos un selfie y se veía las arrugas de noventa y seis años y no le parecía que pudiera ser ella; el choque de la propia imagen para alguien que había vivido con pocas fotos y pocos espejos. Ya sé que lo tenemos asumidísimo, pero en el fondo no deja de ser poético el clic que te rindió para siempre en aquel momento, con aquel gesto en la cara y aquella risa en los ojos. Allí, fuertes, vestidos de antes. Tan jóvenes y tan vivos.