Esta mañana, yendo hacia el trabajo, me he fijado en la luminaria que se intuía detrás del cristal de una puerta. Quizás en casa de alguno de los que leéis esto todavía hay el árbol por guardar. Y molesta de una forma incómoda. Las decoraciones navideñas una vez pasadas las vacaciones tienen un punto entre la decadencia y la nostalgia, como el desparrame de la mesa la mañana del día 1. Te la miras y puedes repasar los movimientos de la noche anterior. Añicos de las tostaditas del aperitivo, la copa que se ha girado, las tazas de los que tomaron café y el antifaz roto del cotillón. Las cosas que pasan en al rededor de una mesa en una fiesta. Bromas estiradas como un chiclé, comentarios afilados, reproches atávicos. Todo lo que corre soterrado y que seguramente es lo que nos explica todo mejor.

Estos días pensaba que me interesan las historias que se fijan en esta mesa puesta al día siguiente por la mañana. En el reducto, la herida que hace cicatriz

Estos días pensaba que me interesan las historias que se fijan en esta mesa puesta al día siguiente por la mañana. En el reducto, la herida que hace cicatriz. Más allá de la grandilocuencia y el final feliz. Pensaba, concretamente, en Cinco lobitos y en las novelas de Sara Mesa. Porque retratan cosas muy complicadas de explicar, aunque todo parezca tan diáfano cuando se te construye delante de los ojos. Quiero decir los silencios y los códigos establecidos en una familia, desde la relación que haces con una hermanastra hasta todo aquello va pasando y que no sabes que sabes. Las cosas que no ves cuándo eres parte del núcleo familiar, cuando sucumbes para no alterar el único orden que conoces. No sé por qué me atrae tanto esta incomodidad que saben generar. Supongo que tiene que ver con el hecho de que reconozco la realidad y eso me reconforta. A otros les pasa justo lo contrario: les molesta la mediocridad y reclaman el soplo de aire; el confort viene del hecho de que al menos en la ficción los personajes tengan la posibilidad de salvarse. No sé cómo lo veis, lectores. ¿Que acabe bien, a pesar de todo, o que acabe como acabaría en la vida real (es decir, jodido)? Los estudios neurocientíficos explican que preferimos los finales felices porque son clave para acabar considerando toda la experiencia como positiva. Pero pensándolo bien, mi final "ideal" es el no feliz, por lo tanto la experiencia positiva de un libro o de una película será, justamente, lo que evita la filigrana azucarada, aleccionadora o maniqueísta. Antes siempre el gris, el matiz o el desastre.

Los estudios neurocientíficos explican que preferimos los finales felices porque son clave para acabar considerando toda la experiencia como positiva

Quizás por eso me entusiasmó tanto, hace unos años, el descubrimiento de la colección Fallen princeses, de la fotógrafa canadiense Dina Goldstein. Ella misma explicaba que le vino la idea imaginando qué pasaba después del final feliz comiendo perdices de las protagonistas de los cuentos de hadas que le habían explicado de niña. Encontramos a una Blancanieves con cara abatida, rodeada de hijos pequeños y con el príncipe repantingado en el sofá. Una Sirenita cerrada en un acuario o una Bella (de la Bella y la Bestia) en un quirófano estirándose la piel y rellenándose los labios. Buscadlas porque vale la pena ver dónde las proyecta Goldstein pasados los años.

Acabo con Jaime Gil y su poema Happy Ending:

Aunque la noche, conmigo

no la duermas ya

sólo el azar nos dirá

si es definitivo.

Que aunque el gusto nunca más

vuelve a ser el mismo,

en la vida los olvidos

no suelen durar."

Gil de Biedma es ideal para leer con la mesa de la noche anterior todavía puesta. Son imágenes un poco suyas, de hecho. Leer sobre la pérdida de la juventud con resaca y tristeza

Ahora que pienso, Gil de Biedma es ideal para leer con la mesa de la noche anterior todavía puesta. Son imágenes un poco suyas, de hecho. Leer sobre la pérdida de la juventud con resaca y tristeza. Ya os he avisado de que no me gustan los finales felices.