Barcelona, diciembre de 1767. Giacomo Casanova (República de Venecia, 1725), oficialmente un escritor y un viajero ocioso y, extraoficialmente, un espía mercenario que, en el transcurso de su vida, sirvió a varias cancillerías europeas, llegaba a la capital catalana. Su estancia en Barcelona, que se prolongaría por espacio de algunos meses de 1768, lejos de ser la que se esperaba de un discreto espía, estaría marcada por un carrusel de escándalos públicos que implicarían todos los estamentos del poder. La estancia de Casanova, al margen de la anécdota, revela el retrato de una Barcelona en plena ebullición, que había superado los terribles estragos de la ocupación borbónica (1714) y que se postulaba para ocupar -para recuperar- un papel relevante en los conciertos peninsular y continental.

Vista de Barcelona (1767). Fuente Cartoteca de Catalunya

Vista de Barcelona (1767) / Fuente: Cartoteca de Catalunya

Casanova pasó a la posteridad por sus pretendidas artes seductoras. Pero sólo eran el instrumento del cual, principalmente, se valía para llevar a cabo su verdadero empleo: el espionaje. Casanova no tenía aventuras con las sirvientas si no era para llegar a las señoras: las esposas de personajes que ocupaban cargos políticos estratégicos eran su fuente de información. Eso sería lo que explicaría sus precipitadas huidas y sus incontables duelos que, en el ocaso de su carrera, documentaría en su autobiografía. Casanova, lejos del mito que lo catapultaría a la posteridad; era un espía que gracias sus particulares estrategias y su ajetreada vida se había convertido en un personaje grotesco a medio camino entre lo que era cómico y lo que era ridículo.

En 1767 se estaba cociendo una reforma de cabo a rabo del régimen borbónico. Carlos III había llegado de Nápoles (1760) con un baúl de proyectos que pretendían modernizar España; y que, inmediatamente, provocaron la hostilidad de las oligarquías cortesanas. Sorprendentemente, aquella corte que Felipe V había convertido en un pesebre viviente, se transformaba en un cuartel golpista; y Carlos III se vio en la necesidad de pactar para apaciguar el gallinero alborotado y conservar la corona: prescindió de Squillace (su principal apoyo); pero conseguiría introducir al conde de Aranda (1766) -un reformista pretendidamente ilustrado- como presidente del Consejo de Castilla (el equivalente actual a presidente del Gobierno).

Carlos III y Squillace. Font ViquipediaCarlos III y Squillace / Fuente: Wikipedia

Este detalle es muy revelador porque desenmascara el falso mito del Motín de Esquilache (1766) que la historiografía nacionalista española sacraliza como un movimiento popular de defensa de las costumbres castellanas. Nada más lejos de la realidad: aquella revuelta fue fabricada y promovida por las oligarquías castellanas más rancias; que se oponían a las reformas de Squillace porque amenazaban su estatus. El Motín de Esquilache -su ingeniería y su fábrica- es el eslabón que une la idea pancastellana de España (de Lerma, de Olivares y de Quevedo y del primer Borbón hispánico) que quería ser de raíz popular cuando era un proyecto diseñado y creado por las oligarquías extractivas; con el españolismo patriotero de los liberales del siglo XIX.

Con todos estos elementos -y en plena resaca involucionista- Aranda recogió parte de los papeles de Squillace y presentó un proyecto que tenía que reformar todas las estructuras de la maquinaria borbónica. En primer lugar, recuperar el modelo foral de los Habsburgos hispánicos: la confederación hispánica, pero modernizada y adaptada a la realidad de aquel tiempo. Un poco como la monarquía británica. Y el segundo, anticiparse a los embrionarios movimientos independentistas de la América colonial hispánica: elevar los virreinatos a la categoría de monarquías independientes, pero con la particularidad de que los nuevos reyes serían Borbones, y que, en política internacional, quedarían supeditados a Madrid. Una especie de Commonwealth tipo comida familiar de Navidad.

Grabado del Motin de Esquilache (1768). Font WikipediaGrabado del Motín de Esquilache (1768) / Fuente: Wikipedia

Naturalmente, en aquella España atávica y eterna de fábrica borbónica, aquel proyecto acabó en los lavabos del Palacio Real. Ni siquiera Carlos III lo secundó. El rey reformista, el de la "Puerta de Alcalá, ahí está", "el mejor alcalde de Madrid" y el primero que dictó la prohibición de impartir primeras letras en catalán se cagó de miedo. Pero mientras este proyecto tuvo vida -como proyecto, naturalmente- desveló un vivo interés en todas las cancillerías de Europa, que se lo miraban con una gran atención: ¿Aranda pretendía resucitar el imperio-zombi hispánico? Esta, y la expulsión de los jesuitas, acusados de instigar la ruina de Squillace, es decir el golpe de estado denominado Motín, eran las causas que explican el viaje de Casanova a Barcelona.

Barcelona siempre ha sido un nido de espías. Lo había sido mientras se amasaba la Guerra de Sucesión (1705-1715) y, también, por muy extraño que pueda parecer, posteriormente a la derrota catalana y durante las décadas de plomo de la represión borbónica. Y con respecto a la misión de Casanova, todo apunta a que habría sido encargada por la cloaca de la diplomacia pontificia. Sabemos que, con anterioridad, había "trabajado" al servicio del Pontificado. Y el círculo se cierra cuando sabemos que el pontífice Clemente XIII elevado en el sitial de San Pedro (1758) en una especie de golpe de estado urdido por el eje borbónico París-Madrid, se había enfrentado a sus viejos patrones por la cuestión de la expulsión de los jesuitas; es decir, por la contemporización con la "herética" Ilustración.

El papa Clemente XIII, y el obispo Josep Climent. Font ViquipediaEl papa Clemente XIII y el obispo Josep Climent / Fuente: Wikipedia

Casanova llegó a Barcelona, sospechosamente, procedente de París. Las fuentes revelan que había escapado precipitadamente de la ciudad de las luces una noche oscura. Y acudió, directamente a su contacto en la capital catalana. En este punto es donde entra en juego Nina Bergonzi, también veneciana y segunda bailarina del Teatro de la Santa Creu. La Bergonzi era la amante d'Ambrosio de Funes Villalpando, conde de Ricla, capitán general de Catalunya (máxima autoridad política, militar, policial y judicial del régimen borbónico en el Principado). Y, lo que es más importante, primo-hermano de Aranda y candidato a sucederlo. Por lo tanto, queda bastante claro que la Bergonzi no sería, simplemente, uno de los vértices de un pintoresco triángulo amoroso, sino que era el eslabón de una cadena de espionaje.

Públicamente, Ricla y la Bergonzi se dispensaban unos curiosos apelativos. Él lo llamaba "la niña" y ella "il mio elefantino". Es posible que esta divertida familiaridad -la que le dispensaba la Bergonzi- tuviera relación con alguna extremidad de Ricla: los retratos de la época revelan que tenía una prominente nariz. Sin embargo, también es posible que se refiriera a otra extremidad, que, a causa de la escasa estatura física del capitán general, podía resultar suficientemente cómica como para despertar la imaginación satírica de "la niña". Sea como sea, la gradación de escándalos se dispararía a partir de la indiscreta aparición del mujeriego Casanova: la bailarina-espía y el capitán general y aspirante a presidente del Consejo de Castilla protagonizarían públicas discusiones y sonadas peleas.

Los condes de Aranda y de Ricla. Font Viquipedia y OmniaLos condes de Aranda y de Ricla / Fuente: Wikipedia y Omnia

Ricla, por interés político o por convicción personal -o por las dos cosas- lo redujo todo a una cuestión de cuernos; y urdió un plan para deshacerse del espía-mujeriego: desde su posición de poder, reclutó a un grupo de gángsteres del hampa local (en aquella época en Barcelona ya había una importante red delictiva); que implicaron a Casanova en un escabroso asunto de faldas y en un esperpéntico caso de robo. Ricla lo encarceló preventivamente -el poder español es, desde siempre, muy aficionado a esta práctica- en la mazmorra militar de la Ciutadella, durante cinco semanas. Oficialmente para comprobar cuál era el motivo de su presencia en Barcelona. Y extraoficialmente para arrancarle toda la información posible.

La versión oficial no coló. Y otro Climent -Josep Climent Avinent, obispo de Barcelona- inició un proceso contra Ricla por inmoralidad contumaz. Este detalle, más allá de la esperada reacción de las jerarquías católicas a los escándalos públicos, pone de relieve dos movimientos tácticos. El primero evidencia que Ricla y Climent tenían cuentas pendientes desde que el capitán general había perseguido al obispo que animaba a los rectores a oficiar en catalán. Y el segundo, que la detención de Casanova había incomodado al Vaticano. Probablemente pactaron retirar la denuncia a cambio de la expulsión de Casanova. Ahora bien, no se debió marchar de vacío porque unas semanas después estuvo a punto de morir en Ays de Provenza envenenado, muy probablemente por los secuaces de Ricla.

El escándalo Casanova, más por razones políticas que morales, lastró la carrera de Ricla, el gran mafioso de aquella Barcelona borbónica. Si bien perdió todas las opciones de suceder a Aranda (hecho que confirma el motivo y el éxito de la misión de Casanova), en cambio cuatro años más tarde (1772), su primo-presidente lo blanquearía nombrándolo ministro en Madrid. El precio de aquella "corleonada": la Bergonzi, que demostraba tener más vidas que un gato, pasaría a calentar el lecho de Aranda.

Imagen principal: Representación de Casanova en Venecia, obra del cartelista August le Roux / Fuente: Pinterest