Todo son supersticiones, habladurías y teorías sobre lo que sucedió entre los marineros de hace más de 500 años a bordo de las embarcaciones con las que Cristóbal Colon descubrió América. Fue una larga travesía con muchos secretos porque ya no queda nadie de aquella época para documentar la verdad sobre esa historia. La peor parte de la travesía fueron los setenta largos días con sus largas noches que permanecieron a la deriva, sin saber si volverían a tierra. Pocos se preguntaban en aquella época que comían los tripulantes de aquellas embarcaciones colombianas. Aunque lo intentaban era muy complicado pescar a la deriva porque las aguas del Atlántico son demasiado profundas. Rara vez pescaban una tortuga, algún cetáceo o calamares.

Uno de los mayores retos de Cristóbal Colón fue saber alimentar a su tripulación. Según explica Lucas Picazo, experto en nutrición del Hospital Puerta del Mar de Cádiz y apasionado de la historia, en aquellas expediciones se cuidaba cada detalle de la despensa. No era algo menor: de la comida dependía no solo la fuerza física de los marineros, sino también su ánimo. Y en barcos donde se convivía hacinados y en condiciones extremas, una ración mal repartida podía desatar un motín.
Para ello existía una figura clave: el despensero. Era el responsable de repartir el alimento a diario, una tarea mucho más compleja de lo que pueda parecer. El perfil exigido era claro: un hombre fuerte, discreto y con don de gentes, capaz de mantener la calma y evitar tensiones. Su obligación era servir raciones iguales para todos, pero siempre dando salida primero a aquellos productos que estaban a punto de estropearse. En el mar nada podía desperdiciarse.
Cristóbal Colón garantizaba que todos tuviesen comida para que no se organizase un motín
Junto al despensero, otra figura indispensable era el alguacil del agua. Su misión consistía en distribuir el líquido más valioso de la expedición. El reparto se hacía a la vista de todos, vertiendo el agua de una tina para que no hubiera sospechas ni favoritismos. Cuando el barco llegaba a la costa, era el propio alguacil quien bajaba a tierra con los grumetes para reabastecerse. El éxito de un viaje dependía tanto de su rigor como del rumbo marcado por el propio almirante.
La dieta de aquellos hombres era, vista con ojos de hoy, tan monótona como dura. El día comenzaba con un desayuno de bizcocho acompañado de ajo, sardina salada, queso, agua y vino. A las once llegaba la comida fuerte: carne, pescado o queso, con legumbres secas o arroz. Por la noche, siempre que podían, intentaban cenar caliente. Las raciones estaban perfectamente medidas: entre una y dos libras de bizcocho, media libra de proteína, un tercio de libra de arroz con menestra, tres cuartos de vino y un litro de agua.
El bizcocho, elaborado con harina, trigo, agua y levadura, era la base de todo. Tan duro estaba que los marineros lo golpeaban contra la pared con la esperanza de expulsar a los gorgojos que solían esconderse dentro. No siempre lo lograban. Lo que jamás faltaba era el vino, auténtico combustible moral de las tripulaciones.
Colón solía cargar provisiones para quince meses, aunque el agua solo podía almacenarse para seis. El vino, las legumbres y las conservas completaban la despensa. Así, entre rezos, disciplina y aquel menú repetitivo, los hombres del almirante cruzaron el océano y cambiaron la historia.
