No sé qué me indigna más, si la convocatoria de una desafortunada consulta en Tortosa para decidir qué hacer con un monumento franquista, la desacomplejada manifestación fascista convocada en Barcelona por la Hermandad de Antiguos Caballeros Legionarios o la intimidación violenta de los manifestantes de Gràcia con la excusa del desalojo de unos okupas a quienes el Ajuntament de Barcelona de Ada Colau dejó de subvencionarles el alquiler sencillamente para joder a Xavier Trias. Me indignan las tres cosas, porque las tres son una exaltación de la intolerancia en estado puro aunque los protagonistas de los tres casos se acojan a la idea de pluralidad.

Tortosa, Gràcia y el paseo de la cabra de la Legión son tres ejemplos de la falsa idea de pluralismo que nos domina. Ha quedado demostrado que la consulta de Tortosa sólo ha interesado a una minoría, ya que después del revuelo que provocó su convocatoria, y de las idas y venidas, la participación ciudadana sólo ha sido de un exiguo 29,73%, lo que significa 8.464 ciudadanos de los 22.000 posibles.

Los de la CUP se apuntan al bombardeo que ni siquiera han organizados ellos para rentabilizarlo

En Gràcia, los violentos, según la policía, son una cincuentena de personas, aunque en este caso el problema es que los de la CUP se apuntan al bombardeo que ni siquiera han organizado ellos para rentabilizarlo. Partidismo de baja estofa que se parece mucho a lo que practican los otros partidos pero en versión Jarrai. No obstante, insinuar que las atrocidades cometidas en Gràcia por cuatro encapuchados se parecen de alguna manera a las revueltas de las quintas gracienses de 1870 es, sencillamente, un delirio y una manera de desinformar.

Por su parte, los legionarios fueron acompañados sólo por 1.500 personas, muchas de ellas llegadas de fuera como explica Gustau Nerín en la buena crónica que publicó sobre la manifestación, bajo un lema engañoso: Con la Constitución, las Fuerzas Armadas y la Legión. Con el disfraz  que tanto gustaba al general Millán Astray, su fundador, esos caballeros legionarios profirieron cánticos de signo inequívocamente fascista sin que nadie les dijese nada.

Llevamos quince días dedicando todo el tiempo de los informativos, escritos o audiovisuales, a tres acontecimientos que sólo son capaces de movilizar a una minoría, por ruidosa que ésta sea. El resto de los ciudadanos, sufrimos sus consecuencias y nada más. Sufrimos, por ejemplo, que los políticos tortosinos piensen más en clave electoral que en tomar las decisiones que les corresponden como dirigentes que son.
Si en Barcelona hubiésemos hecho lo mismo con el monumento dedicado a José Antonio, todavía estaría allí plantado, negro como el betún y fascista de pies a cabeza. Cuando en 2009 el Ajuntament barcelonés, gobernado por la coalición PSC-ICV-EUiA, decidió derribar por completo el monolito que ya estaba despojado de todo ornamento, el periodista Joan Barril publicó un artículo en el diario de los Asensio donde lo criticaba: “En tiempos de crisis de la construcción procedemos a la deconstrucción —escribió. El monumento tiene los días contados, porque se trata de un monumento franquista. Desnudo de toda ideología, el monumento continúa siendo franquista, por lo visto. Los portugueses que lograron librarse de la tiranía salazarista el 25 de abril de 1974 también tenían el llamado Ponte Salazar sobre el estuario del Tajo. Pero, en vez de demolerlo, prefirieron cambiarle el nombre como pieza cobrada al enemigo”.

El monumento en honor a José Antonio fue inaugurado el 20 de noviembre de 1964, aniversario del fusilamiento del fundador de la Falange, en un acto oficial que fue presidido por el entonces ministro Manuel Fraga. En julio de 1981, el Ajuntament retiró la simbología claramente franquista de la pieza, pero conservó la estructura y con ella el friso esculpido, que continuó en la calle, hasta fecha bien tardía. De lo que no se da cuenta la gente, ni aquellos que exigen demoliciones, como Miquel Caminal, director del Memorial Democràtic que promovió la demolición del monolito para restituir el honor de los antifranquistas, es que lo más significativo no es que las piedras fascistas hubieran esquivado la piqueta, sino que Manuel Fraga pudiera seguir en política en democracia después de haber sido un alto cabecilla de la dictadura. Hay quien se dedica a demoler piedras porque en su día no supo defender la democracia. Necesita asesinar a Franco metafóricamente. Yo tengo bastante mandándolo a un museo.

Quizás Anglada tuviese antecedentes franquistas, pero no menos que los que tenían Fraga, los hermanos Fernández Díaz o María de los Llanos de Luna

A menudo leo a alguien que se vanagloria de que en Catalunya no existe un partido de extrema derecha como los que proliferan en toda Europa, incluso “nord enllà, on diuen que la gent és neta i noble, culta, rica, lliure, desvetllada i feliç!”, según rezaban los idealistas versos de Salvador Espriu. Está claro que el poeta de Sinera escribió esos versos bajo la dictadura franquista, cuando defender la democracia no era un juego de niños malcriados. Sea como fuere, en Catalunya la extrema derecha sólo ha tenido algún tipo de audiencia con la aparición hace algunos años de PxC, el partido xenófobo de Josep Anglada, que consiguió apoyos en algunas poblaciones de la Catalunya central y del sur. Quizás Anglada tuviese antecedentes franquistas, pero no menos que los que tenían Fraga, los hermanos Fernández Díaz o María de los Llanos de Luna, la delegada del Gobierno que se dedica a autorizar manifestaciones claramente fascistas mientras se escandaliza ante los destrozos provocados en Gràcia por los anarquistas internacionalistas.

Lo que quiero indicar es que en Catalunya ha habido franquistas aunque se refugiaran en la derecha convencional, al igual que la extrema izquierda a menudo se disimula entre los escaños del Parlamento de Catalunya. En Catalunya hubo franquistas y hay extrema derecha como hay una extrema izquierda totalitaria que saca espuma por la boca y pretende imponer su manera de ver el mundo. Dicho de otro modo, en Catalunya el totalitarismo campa por la calle con la impunidad propia de las sociedades enfermas y el ensimismamiento de un ambiente intelectual que desde hace años no piensa por sí mismo.

En Catalunya el totalitarismo campa por la calle con la impunidad propia de las sociedades enfermas y el ensimismamiento de un ambiente intelectual que desde hace años no piensa por sí mismo


La democracia arraiga en la mente de las personas y si no lo consigues, entonces es que estamos ante el peligro de repetir los errores del pasado de esta nuestra “pobre, sucia, triste, desdichada patria”, por retornar a los versos de Espriu. Vivir en una sociedad democrática es un aprendizaje que cuesta un poco, sobre todo en una época en que todo el mundo es narcisista, incluso los activistas que seleccionan las camisetas que visten como si las eligiesen en Vogue. No sé si ustedes habrán leído el texto de una conferencia de Claudio Magris, el escritor italiano que mejor ha descrito la Europa del Danubio, que aquí se publicó con el título Las fronteras del diálogo. Es un alegato en defensa de la tolerancia, el diálogo y el pluralismo, pero también es un toque de atención a aquellos que quieren convertir la concordia en un valor supremo, hasta el punto de negar la existencia de principios universales irrenunciables. Y es que según como se entienda la tolerancia podemos llegar a poner en peligro el conjunto de derechos que recoge la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que es la base del pluralismo razonable, por decirlo a la manera de John Rawls, el filósofo liberal más influyente de EEUU, y es lo que asegura el máximo respeto a la diversidad. Rawls, sin embargo, también sostenía que el pluralismo conlleva un problema de estabilidad y, por tanto, que una sociedad sólo es justa si es estable.

Y si a ustedes Rawls no les gusta porque encuentran que es demasiado liberal o bien porque son lectores del montón de intelectuales sénior de este país, quienes atacados por el síndrome de Peter Pan se dedican a exaltar todo lo que tenga apariencia juvenil, entonces les recomiendo un articulillo José Saramago, el premio Nobel comunista, que es una excelente diatriba contra la tolerancia. Él hablaba de la inmigración y del binomio tolerancia/intolerancia, pero creo que sirve para aplicarlo a cualquier circunstancia: “Tolerantes somos, tolerantes continuaremos siendo. Pero sólo hasta el día en el que haberlo sido nos parezca tan inhumano como hoy nos parece la intolerancia. Cuando ese día llegue —si llega—, seremos, finalmente, humanos completamente”.

Los encapuchados de Gràcia se ponen una careta con la foto del propietario del local ocupado —que lleva años sin ser propiedad de ningún banco— para intimidarlo. Le pintan una diana como en otras épocas había quien lo hacía con miembros del PSE o del PNV. No tiene ninguna gracia. Y aún menos cuando las autoridades municipales pasan literalmente del conflicto para endosárselo a los Mossos. Los manifestantes violentos de Gràcia son unos intransigentes autoritarios, tanto como lo fueron los talibanes que demolieron los budas de Bamiyán por puro fanatismo religioso, que reciben la compresión de los progres que han convertido el antiguo barrio artesano en un buen ejemplo de “gentrificación”.

El problema, por tanto, no es el monumento que Franco hizo instalar en el Ebro en 1966 o los cuatro gamberros que se dedican a prender fuego a la democracia o la cabra de la Legión cagándose de las patas abajo por las calles de Barcelona.

El problema es, pues, de quienes interpretan mal el pluralismo y convierten en legal lo que es, se mire por donde se mire, una nueva forma de dar alas a los totalitarismos. El problema es la mala política y que ésta haya sido sustituida, para desgracia de todos nosotros, por una copia vulgar de Juego de Tronos, una serie en la que los personajes bondadosos se pueden contar con los dedos de una mano. Ya me perdonarán ustedes, pero servidor todavía está releyendo Cándido de Voltaire y, como el protagonista de esa novela filosófica, también creo que difundir aquí y allá las virtudes de la inteligencia emocional y la autorregulación nos ha abocado a un optimismo metafísico ridículo y completamente inverosímil. Si Voltaire ya era pesimista en el siglo XVIII, ahora no es para menos.