Semanas antes del 1 de octubre, personas de la generación de nuestros abuelos murmuraban que las actuaciones del Estado para parar el referéndum les recordaban a los tiempos de Franco. Consumados los ataques a población desarmada y el robo de urnas del domingo, personas de la generación de los padres temían que el Estado desencadenara una represión parecida a la sufrida durante la agonía del régimen. Medio entristecidos-medio irónicos, contemplaban como las personas de mi generación nos hacíamos cruces de que todo eso pudiera pasar en la Catalunya del siglo XXI.

El pensador trans Nael Bhanji describía la piel como un receptáculo que recordaba las experiencias en el tiempo y el espacio del cuerpo que envolvía, y a mí esta definición me parece genial para digerir los hechos del domingo. En cierta manera, la piel de abuelos y padres había quedado marcada por la represión franquista, pero la nuestra, ya crecida en democracia, se suponía no sólo fresca e indemne, sino fuera de peligro.

La tozudez de la piel también se hizo patente en el comunicado del sindicato de manteros en motivo del 1 de octubre, donde daba apoyo al referéndum. Se ofrecían a imprimir papeletas porque "ya no pueden ilegalizarnos, hace mucho tiempo que lo somos y ya no tenemos miedo", y recordaban que, en toda represión por parte del Estado, los que tenían más opciones de recibir eran los pobres. Sin embargo, precisamente porque el procés podría borrar de la piel de los catalanes el estigma nacional, pero no el racial, recordaban al resto de la población catalana que la futura República tendría que librarse del racismo.

La piel de abuelos y padres había quedado marcada por la represión franquista, pero la nuestra, ya crecida en democracia, se suponía no sólo fresca e indemne, sino fuera de peligro

Como mujer magreada en varios sitios públicos, mi piel se erizó cuando Marta Torrecillas denunció que le habían tocado los pechos mientras intentaban reducirla en un colegio electoral, y ante el anuncio del Ayuntamiento de Barcelona que investigaría si había habido agresiones sexuales durante las cargas. Ya que no dudamos en tildar de machistas las declaraciones de Albiol sobre su mujer, todo el mundo tendría que hacer suya esta demanda de investigación. Si no, las calles (ni las plazas, ni el hogar) no serán del todo mías, ni de muchas de nosotras.

En Twitter bromeo a menudo con que el procés es la prueba definitiva de que el mundo se rige por un sistema similar al de Matrix y que a los catalanes nos ha tocado que nuestra realidad la guionice David Lynch. A veces pienso que no, que la época de 1978 en el 2017 fue nuestro Matrix, un periodo en que los pueblos de España firmaron una tregua para recuperarse de las heridas causadas por la Guerra Civil y el franquismo, para después volver a lo que España había sido durante siglos. Durante los últimos años, pero sobre todo desde el domingo, cada vez soy más consciente de como no sólo el tiempo avanza y retrocede a medida que Catalunya intenta decidir su futuro democráticamente, sino que también el territorio cambia: federalismo, independentismo, autonomismo, cada una de estas palabras reconfigura Catalunya como un cubo de Rubik.

Delante del moldeado del tiempo y el espacio, he escrito que la carne nos ata a la tierra, pero desde el domingo que entiendo que incluso así me quedaba corta. La carne es la tierra. Mientras presidía una de las mesas electorales que había en mi colegio manresano de toda la vida, los compañeros y yo íbamos conociendo las cargas policiales que se iban produciendo en los pueblos de los alrededores. La sensación que teníamos era de asedio, habitábamos (éramos) la liminalidad: dentro de aquellas cuatro paredes electorales teníamos que asegurarnos de que todo transcurriera con toda la normalidad que fuera posible, pero para hacerlo teníamos que estar conectados con el exterior y preparados para actuar en cualquier momento.

Me di cuenta de hasta qué punto no estaba dispuesta a dejar que aquellas más de trescientas papeletas, aquellas más de trescientas voluntades positivas, negativas, blancas y nulas, se desvanecieran

Tenía claro que lo que me protegería de la violencia no eran ni las paredes del recinto ni las escaleras para acceder o las rejas que lo fortificaban, sino los centenares de cuerpos que aguardaban pacientes en las puertas de acceso. A pesar de la pared, me sentía tan conectada a ellos como de mis compañeros de mesa. Incluso la urna era una extensión de mí. Todo se fundió y mezcló. Cuando hubo una falsa alarma, me di cuenta de hasta qué punto no estaba dispuesta a dejar que aquellas más de trescientas papeletas, aquellas más de trescientas voluntades positivas, negativas, blancas y nulas, se desvanecieran, se disolvieran en el tiempo y el espacio. Si ellas lo hacían, yo también.

El martes, en la manifestación de repulsa de la violencia, me encontré con algunas de las personas con quien había vivido el 1 de octubre. Nos lanzamos miradas y sonrisas cómplices. En señal de agradecimiento, cogí el brazo del informático que luchó contra los que querían hackear el sistema de registro de voto, aplaudí a los bomberos y alabé la tarea de una conocida, que de vez en cuando se marchaba de la escuela para cuidar de una mujer mayor para que el resto de la familia pudiera defender la escuela.

Porque habíamos estado unidos, habíamos votado. Y porque parte de mi generación ya ha quedado marcada por la represión y ya conocemos lo que es unirte con otros para defenderte de un enemigo externo, en el cual hemos entendido que una nación sin Estado se convierte cuando se la defiende. Una nación sin Estado se hace y se transmite día tras día, desde la cotidianidad. Aunque algunas de las personas que asistieron a las manifestaciones no hubieran ido a votar, o hubieran votado no, entendí que el acto de rechazo de la violencia era un posicionamiento que ya transmitía una idea de cómo queríamos que fuera Catalunya y, por lo tanto, de cómo era Catalunya.

Porque tenemos piel, tenemos memoria. Y porque tenemos memoria, tenemos país.