En política, una cosa es lo que dicen los partidos y otra cosa diferente es la verdad. Y después está la realidad, que es lo que percibe la gente.

Cuando los convergentes se dieron cuenta de que el pujolismo se había estrellado en una curva de una carretera andorrana, decidieron matar al padre y nos presentaron un nuevo partido. Pero la gente asimiló que aquel era el mismo partido, cambiado de nombre. Aquello era la Convergència de toda la vida tuneada, como Junior tuneaba Ferraris comprados en el desguace para convertirlos en coches de lujo. O al menos eso nos dijeron en el Parlament que era el que hacía.

Pero, mire por dónde, hoy uno de los miembros del histórico pinyol convergente, vieja guardia en estado puro, puede haber matado definitivamente Convergència. Y puede haber abierto las puertas a la auténtica regeneración de los defensores de aquel catalanismo ahora independentistas que representan los tenderos que ahora son emprendedores porque ahora los tenderos se llaman Muhammad, Abdul y Tariq. El espacio está, ahora falta que sepan aprovechar la situación iniciada hoy para volver a ocuparlo.

Germà Gordó ha llegado a su propio callejón sin salida. El hombre eficiente y discreto, el que hizo el trabajo que le fue encargado de la mejor manera posible, huele a pólvora. Y ha optado por enrocarse. El problema es que ya no existe el tablero donde había jugado la partida de ajedrez hasta ahora.

En su momento Gordó presionó a Mas para ir en las listas y contratarse así un seguro de vida político. Y lo consiguió. Porque tenía unas piezas imbatibles. Ahora lo ha vuelto a hacer, pero Mas no sólo ya no vive en la calle Còrsega, sino que ni la sede del partido está ya en la calle Còrsega. Y ha ido a llamar a la puerta de la nueva sede y los nuevos inquilinos le han dicho dos cosas: ¿1/ perdone, ¿usted quién es? I 2/ no, mire, aquí ya no jugamos a ajedrez.

Ahora Gordó se agarra a su escaño para comprar tiempo. Y en el PDeCat también agarran, pero en su caso, una cogorza descomunal a base de brindar por la situación. Porque resulta que la niña esta de Vic que hace cara de no haber roto un plato en su vida y el chico aquel de Manresa que es demasiado buen chico para ser político, pueden presentarse ante la sociedad, ahora sí, diciendo: "No hemos matado al lobo del todo, todavía... Pero está muy herido". Y, sí, puede ser que Gordó estire de la manta. Y si eso pasa, el terremoto será de grado 3 en la escala Conver que ha sido demasiado tiempo de 3 grados, pero el epicentro ya no estará en el PDeCat. Ni en el Procés.

Fueron a por Pujol creyendo que debilitarían el Procés, sin darse cuenta de que Catalunya ya no es Pujol. Quizás lo fue para un sector importante de la sociedad, pero el mundo ha cambiado. Y el Procés tampoco es Artur Mas, que alguna cosa tendría que decir sobre lo que está pasando. Y cuando la diga, quizás nos sorprende porque ha pasado del ajedrez al surf y ahora es un reputado experto en cabalgar olas gigantes.

El Procés no es ni Pujol ni Mas porque el Procés es la gente harta de muchas cosas. Y seguirá sin ellos. Y sin Gordó, que en este momento tiene una fecha de caducidad política inferior a la de un yogur industrial recién fabricado hoy mismo. Y le diré más, sin ellos el Procés, como movimiento transversal, se saca la costra de la sospecha y es una serpiente luciendo una piel nueva y absolutamente reluciente.

Nadie sabe cómo acabará el Procés, pero sí que sabemos que el Procés ha acabado con una cierta manera de hacer las cosas y, sobre todo, está acabando con el antiguo régimen (aunque eso no quiere decir que repitamos sus errores). Y eso lo empiezan a entender en Madrit (concepto). Por eso temen que al final la sociedad española, que es una cosa muy diferente a quien controla los mecanismos de poder en España, también acabe iniciando su propio Procés. Por eso Rajoy ha pasado de decir "no puedo" a decir "no puedo ni quiero". Claro, porque sería el fin de lo que representa. Él y todos los suyos, incluidos los que se dedican a lo mismo que él y que no son de su partido.