Si alguna vez hemos llevado cadenas tenemos un fino oído para el ruido de cadenas.

Friedrich Nietzsche

 

Hacía frío en Madrid en aquella madrugada de noviembre de 1975, no como este otoño de mentira que nos regala el cambio climático antes de que la catástrofe global se abata sobre la siguiente generación (en el reino de la posverdad, ya es falso hasta el clima).

Desde muchas semanas antes, media España esperaba con los rosarios en la mano para rezar sus jaculatorias por el caudillo, difunto inminente, mientras la otra media esperaba con las botellas de champán en la nevera para celebrar la ansiada desaparición del tirano. Sólo un sentimiento era común a unos y otros: el miedo. Un miedo pegajoso, paralizante. Durante décadas, nos inocularon la idea de que los españoles éramos una especie de indomables fieras salvajes que nos despedazaríamos entre nosotros en cuanto nos aflojaran el dogal, y el caso es que nos lo habíamos creído.

Nada de lo que ocurrió en España tras la muerte del dictador se explica sin el miedo. No miedo al ejército ni a la represión, sino al regreso de la guerra civil. Aquella magnífica transición democrática llena de heroicos consensos, concesiones generosas y emocionantes renuncias sólo fue posible por un pánico compulsivo a recrear la peor tragedia de nuestra historia. La España del posfranquismo estaba aterrorizada de sí misma, y eso la hizo ir con pies de plomo en su camino hacia la libertad.

En realidad, el franquismo había comenzado a morir —más bien, a suicidarse— cuando abrió la mano al desarrollo económico, por incipiente que fuera. Las rígidas estructuras políticas del régimen eran incompatibles con el capitalismo moderno, aun en su versión de rapiña que era la que se abrió paso a lo largo de los 60. Los llamados “tecnócratas” del Opus Dei trataron de reflotar aquello, pero era misión imposible: en cuanto la sociedad se puso en movimiento, las costuras del régimen estallaban por todas partes. No fue la movilización popular ni la lucha de la oposición democrática lo que acabó con la dictadura, sino la inercia de la economía de mercado en marcha, siento desilusionar a los amantes de la épica.

Pero antes tenía que morir el bicho. Y se resistió, vaya si lo hizo. Durante semanas eternas, un grupo de médicos desaprensivos indignos de tal condición realizaron toda clase de perrerías sobre aquel organismo exangüe para prolongar lo que en él quedara de vida hasta más allá de lo humanamente tolerable. Habría dado piedad si no se tratara de alguien que desconoció la piedad.

Frente a las pretensiones de grandiosidad estética de otros totalitarismos, lo de aquí fue una dictadura paleta, cateta y pacata, como su caudillo

Casi todos los dictadores del siglo XX tuvieron en común el ser tipos personal e intelectualmente mediocres. Al contemplar la galería de los Hitler, Stalin, Mussolini, Franco, Pinochet, Salazar, Breznev, Ceausescu y tantos otros, aparece una colección de personajes desprovistos de cualquier tipo de atractivo. Ninguno era especialmente seductor, ninguno produjo una idea digna de recordarse, ni siquiera tenían atractivo físico.

El caso de Franco fue paradigmático. Un sujeto que sólo destacaba —así lo recuerdan quienes lo conocieron de joven— por su fría crueldad, su astucia rastrera y su ignorancia enciclopédica. Un tipo cargado de complejos por su insignificancia física, legendariamente sometido a la voluntad de su mujer y con una concepción cuartelera de la vida, que siempre habitó en un mundo intelectualmente binario desprovisto de cualquier sofisticación. Ni siquiera fue el líder del gorilazo que lo llevó al poder: esperó astutamente y se subió al carro en marcha cuando ya lo habían hecho todos sus congéneres. Sí, cuesta admitir que los españoles estuvimos gobernados durante cuarenta años por un palurdo con uniforme.

Eso sí, cruel hasta el sadismo. Firmó personalmente miles de penas de muerte, las últimas pocas semanas antes de morir. Nunca quiso delegar esa función. Cuentan que las firmaba durante el desayuno y que en algún momento dio orden de que las peticiones de indulto le llegaran después de la ejecución.

¿Fue fascista el régimen de Franco? No lo creo, salvo que nos acojamos al uso abusivo de ese término que está en boga. Cierto que inicialmente se dotó de algunos elementos rituales de los fascismos europeos de la época para congraciarse con ellos, pero era sólo táctica. De hecho, su desconfianza hacia el partido fascista —la Falange— lo indujo a disolverlo y obligarlo a integrarse en el Movimiento Nacional, del que él mismo se hizo jefe. 

España es probablemente el país europeo que más profundamente se ha transformado en estas cuatro décadas de cambio global

El franquismo no sólo fue odioso, sino cutre. Frente a las pretensiones de grandiosidad estética de otros totalitarismos, lo de aquí fue una dictadura paleta, cateta y pacata, como su caudillo. Jesús Ynfante, en su famoso libro sobre el Opus, lo califica certeramente como un régimen clerical-autoritario. En realidad, fue el producto de la alianza entre militares golpistas y curas integristas. El olor mezclado de cuartel y sotana se hizo insoportable cuando se añadió el tufo de colonia de los que se llamaron “tecnócratas” por el mero hecho de que sabían sumar.

Han pasado 42 años de tiempo cronológico, pero muchos más de tiempo histórico. España es probablemente el país europeo que más profundamente se ha transformado en estas cuatro décadas de cambio global. Hoy cuesta encontrar vestigios de aquella época, salvo la herida incurable en nuestras ciudades y costas del salvaje destrozo urbanístico de los 60 —un crimen que bastaría por sí mismo para condenar a un régimen al pozo de la historia—.

Curiosamente, en el debate político actual se está tratando de resucitar el espectro del franquismo. Y quienes hablan de él sin parar son quienes ni lo conocieron ni lo padecieron. Si lo hubieran vivido, se les quitarían las ganas —y la osadía con la que establecen comparaciones que insultan a la inteligencia—.

No se habla del franquismo que realmente existió, sino de una recreación engañosa y oportunista para camelar tuiteros. El caso es que, ¿saben?, no es por molestar, pero, puestos a recordar, algunas de las arengas patrióticas que se escuchan estos días a los patrocinadores del procés traen a nuestra memoria evocaciones preocupantes. Como algunos anatemas de los nuevos propietarios del sentimiento patrio. La anti-España de Carrero no es tan distinta de la anti-Catalunya de Rovira; y la conjura unionista de la que habla Puigdemont desde Bruselas no se diferencia mucho de la conspiración judeomasónica que recitaba Franco desde el balcón de la Plaza de Oriente.

Comprendan que algunos nos pongamos nerviosos. Porque en esto también acertaba el filósofo: quienes alguna vez han llevado cadenas desarrollan un oído muy fino para el ruido de cadenas.

 

(Franco, ese hombre es el título de la película hagiográfica que el fantoche se hizo de encargo en 1964, y que se proyectó en todos los cines de España. Para los morbosos, aquí su secuencia final)