Entre clases, después de comer, descanso habitualmente en la terraza del restaurante del CCCB en la plaça Joan Coromines con el tiempo justo para fumarme un Rocky Patel mediano y tomar un chupito de orujo y un café. La comanda, sencilla y sin excesiva ciencia de manipulación, sube a unos 4,30 euros (a saber, aquello que en tiempos del paleolítico fueron 716 pesetas, cantidad que no hace tanto le permitía a uno sufragarse un buen almuerzo en Barcelona). El establecimiento en cuestión es uno de los muchos lugares de la ciudad ideales para descubrir una de las grandes aficiones de los camareros barceloneses, consistente en evitar mirar las mesas que en teoría deberían atender. La gestualidad de los camareros para huir del contacto visual de la clientela llega a una complejidad de auténtica prima ballerina, incluso cuando uno detecta cuatro o cinco mesas que alzan el brazo en contorsión bélica para recibir asilo, como si estuvieran en la cubierta del Titánic esperando un bote salvavidas. Cualquier excusa resulta buena para evitar el horror de la consumación.

Cuando, tras casi un cuarto de hora de aislamiento, los pobres clientes consiguen ser atendidos sin que el camarero ni les espete ni un somero buenas tardes, empieza un nuevo estadio de la lucha consistente en recibir la gracia del cortado o el lujo del Donut con un nuevo tiempo de espera, por lo que los barceloneses ya se han habituado a pedir a la vez lo que quieren y la cuenta correspondiente. Los camareros barceloneses no tienen piedad y se dirigen a los clientes tuteándoles y fingiendo muecas de rabia para expresarles su desazón existencial: todo esfuerzo es poco si el objetivo es que no vuelvan jamás a la terraza en cuestión y que acabemos huyendo todos de los escasos lugares donde se nos permite fumar con tranquilidad. Ahora que América nos ha regalado de nuevo el don de la libertad y de la alegre sorpresa con la victoria de Trump, deberíamos importar urgentemente el hábito de los camareros norteamericanos consistente en servir con delicadeza al cliente sin maltratarlo. Si se precisa una generosa propina, no hay problema.

¿Qué quieres? Ésta es la sentencia favorita de los camareros barceloneses, a la que deberíamos responder más a menudo que exigimos un cambio de rostro, una nueva actitud, una mayor civilidad y un tiempo de espera que no nos haga perder la existencia de una forma tan inútil. Cambiar de establecimiento no es una opción, porque la mala leche supina de los camareros barceloneses se ha infiltrado en todos los rincones de la ciudad y hoy por hoy es imposible sentarse en una terraza en la que los ojos del camarero no miren al cielo. No es cuestión de sueldos, porque las dependientas de cualquier tienda de ropa o nuestros simpáticos y matutinos panaderos resultan mucho más educados y serviciales que la pérfida secta de los camareros de la capital. Pero continuaremos pagando, sólo faltaría. Y esperando.