El Tribunal Superior de Justícia de Catalunya ha decidido condenar a dos años de inhabilitación al expresident de la Generalitat Artur Mas y a penas ligeramente inferiores a la exvicepresidenta Joana Ortega y la exconsellera d'Ensenyament Irene Rigau por la votación del 9-N del 2014. El fallo, adoptado por unanimidad de los tres magistrados, supone aceptar una parte del argumentario del Ministerio Fiscal –el que afecta a la inhabilitación, en la banda más baja de las penas– y descartar el que comportaba las penas más altas para los tres acusados por el delito de prevaricación. Pero es obvio que esta sentencia no puede ser analizada ni exclusivamente ni prioritariamente en base a la petición del Ministerio Fiscal, sobre la que volveré más adelante. Sino que lo que ha estado a debate desde el primer día, y fue el meollo del juicio del 9-N, sigue siendo el punto central tras el fallo: ¿Cómo puede juzgarse y ahora además condenarse por la colocación de unas urnas de cartón en un proceso participativo no vinculante? ¿Es asumible una calidad tan baja de la democracia como la que se pone de relieve en el Estado español?

Porque, al final, la sentencia tiene un punto entre bochornoso y humillante y no precisamente para los tres acusados. Lo es, sobre todo, para los que han intentado y, en buena medida, han conseguido llegar a este desenlace. Y una vergüenza para los que han pretendido doblar al independentismo catalán a través del uso irregular de los poderes del Estado, de una permanente judicialización de la vida política catalana y de la persecución de aquella gente que, sencillamente, pensaba diferente. Si lo que se buscaba era un titular condenatorio del president Mas es obvio que se ha conseguido. Pero me temo que ese, siendo importante, no era el único objetivo, sino que había otros dos aspectos igualmente importantes. Un intento de hacer descarrilar el referéndum, cuya celebración el president de la Generalitat, Carles Puigdemont, y el Govern tienen comprometido para antes de que finalice el mes de septiembre y lanzar un aviso a navegantes a todo el independentismo para los próximos que intenten seguir por este camino. Un aviso que va más allá de políticos y cargos públicos y que también pretende atemorizar a la ciudadanía defensora de la consulta.

Ninguno de los dos objetivos tiene visos de prosperar. En todo caso, el margen de Puigdemont y Junqueras para tratar de evitar el referéndum, si ese fuera hipotéticamente su deseo, la sentencia no hace sino extinguirlo. Nadie del Govern tiene margen para dar un paso atrás dada la furibunda reacción del Estado, que ha llegado a plantear la aplicación no sólo del artículo 155 de la Constitución –la supresión de la autonomía– sino la proclamación del estado de excepción. Una de las cosas que aún no se han entendido fuera de Catalunya es el efecto que tienen este tipo de sentencias y que es justamente el contrario al que se lee desde Madrid.

Y un último apunte respecto a la petición del Ministerio Fiscal por el caso 9-N. Más allá de la brillante exposición del fiscal Emilio Sánchez-Ulled durante todos los días del juicio, el revolcón de la sala a sus peticiones –por la relevancia del caso, seguramente también a las peticiones de la Fiscalia General del Estado– es importante. Que la sentencia sea a todas luces injusta no obvia el papel de la Fiscalia. Amortizado como está el paso que vendrá ahora por el Tribunal Supremo, habrá que esperar a la posición de la justicia europea que, aunque lenta, dirá la última palabra. Y que no pocos juristas dudan que será, llegado el caso, absolutoria.