¿Y si el futuro ya no habla catalán?

- Rat Gasol
- Olèrdola. Martes, 20 de mayo de 2025. 05:35
- Actualizado: Martes, 20 de mayo de 2025. 10:51
- Tiempo de lectura: 3 minutos
A menudo me hago esta misma pregunta: “¿Y si el futuro ya no habla catalán?”. Y sí, lo digo abiertamente: no soy nada optimista. ¿Catastrofista? ¿Derrotista? Quizás. Pero cuando quien debería garantizar la buena salud del catalán, cuando quien debería perpetuarlo a lo largo de los años y mantener viva su huella, hoy, mañana, siempre, cuando este alguien ni siquiera lo pronuncia más allá de las aulas, el corazón se me rompe de dolor.
Nos hemos acostumbrado a hablar del catalán como si hiciéramos arqueología de urgencia. Lo diagnosticamos, lo pactamos, lo medimos, lo declaramos patrimonio, lo convertimos en insignia. Pero el catalán no necesita un marco teórico. Necesita ser hablado, ser vivido, ser transmitido, elegido y amado por las generaciones que suben. Y es precisamente aquí donde el relato institucional flaquea.
Podemos celebrar la aprobación del Pacte Nacional per la Llengua, podemos repetir el término consenso hasta la extenuación, pero hay una pregunta que no nos atrevemos a mirar de frente: ¿el catalán forma parte de la vida real de los jóvenes? No la que imaginamos desde los despachos, sino la que sucede en los patios, en los grupos de WhatsApp, en las notas de voz, en las plataformas digitales, en casa, en la calle. ¿Nos atreveríamos a responder sinceramente?
El catalán no necesita un marco teórico. Necesita ser hablado, ser vivido, ser transmitido, elegido y amado por las generaciones que suben
El último informe de la Plataforma per la Llengua muestra datos aterradores: según la Encuesta a la juventud de Cataluña de 2022, tan solo el 12,1% de los jóvenes de entre 15 y 34 años utilizan exclusivamente el catalán como lengua habitual. En 2007, este porcentaje era del 43%. Una caída de más de 30 puntos en quince años. La Encuesta de usos lingüísticos de la población (2023) refuerza esta tendencia: el catalán es la lengua común únicamente para el 32,6% de la población de 15 años o más, mientras que el castellano lo es para el 46,5%.
La escuela, por sí sola, ya no compensa la realidad social ni la presión ambiental del castellano y del inglés. Pero no es solo una cuestión de presencia, sino de prestigio. El catalán no es, hoy, la lengua del éxito social, de los referentes culturales, de la innovación tecnológica, del deseo o de la pertenencia. No nos gusta decirlo, pero quizás hay que hacerlo de una vez. Negar la realidad, ignorarla, no es más que dispararnos un tiro al pie.
No es que los jóvenes rechacen el catalán. Simplemente, no lo necesitan para vivir. Y cuando una lengua, sea la que sea, deja de ser necesaria, cuando en lugar de troncal se convierte en optativa, esta lengua acaba siendo residual. La pregunta, por tanto, no es tanto cómo podemos proteger el catalán, sino cómo podemos hacerlo deseable. Cómo lo convertimos en un código compartido, no impuesto. Cómo lo llevamos al ámbito emocional, a la creatividad, a las pantallas, a las relaciones, a la voz propia.
La escuela, por sí sola, ya no compensa la realidad social ni la presión ambiental del castellano y del inglés
Y para hacer todo esto necesitamos mucho más que normas, decretos y protocolos. Necesitamos acciones valientes e imaginativas. Necesitamos una revuelta cultural que sitúe al catalán en el epicentro sin necesidad de justificarlo a cada paso. Necesitamos una apuesta clara por generar contenido atractivo, plural y nativo; recursos para los creadores jóvenes, para las escuelas, para los medios, para las plataformas y los proyectos sociales que trabajan, a menudo con precariedad, para que el catalán no sea una asignatura, sino una vivencia.
Y también hay que dejar de culpabilizar a los adolescentes. No, no es responsabilidad suya si el catalán se habla poco o casi nada. La responsabilidad es colectiva, y empiece quien empiece hablándolo, el impacto es palpable. Expresarse en catalán, especialmente en entornos donde no es habitual, es un gesto de perseverancia tranquila. Y son justamente estas pequeñas acciones las que marcan la diferencia entre una lengua que se retira y una que se reaviva.
No es que los jóvenes rechacen el catalán. Simplemente, no lo necesitan para vivir. Y cuando una lengua deja de ser necesaria, cuando se vuelve optativa, esta lengua acaba siendo residual
Cabe decir que no siempre ha sido así. Hubo una época en que hablar catalán era un acto de resistencia visible, decidido, firme. Una expresión de identidad, de lucir territorio, de reivindicar orgullosamente nuestra presencia. Hoy, sin embargo, la situación es bien diferente. Porque una lengua no se extingue tan solo cuando es reprimida. Una lengua muere cuando es desplazada por la indiferencia. Cuando desaparece de los referentes, de la cultura popular, del universo digital. Cuando se convierte en silencio sin conflicto, sin revuelo.
Y para evitar eso, necesitamos más que nunca que nuestras instituciones salgan de la autocomplacencia y asuman que el contexto presente es crítico. Que el Pacte Nacional per la Llengua no puede ser solo una declaración de intenciones o un relato bien empaquetado. Que si el futuro del catalán depende de los jóvenes, entonces todo el sistema debería estar pensado para hacerlos protagonistas, no simples receptores pasivos de una herencia que no han elegido.
El catalán no reclama compasión, exige acción
Cierto, no dejaremos de hablar catalán de la noche a la mañana. Pero lo dejaremos morir si no lo hacemos imprescindible, si no lo utilizamos para decir lo que realmente importa, si no lo llevamos adonde pasan las cosas. El catalán no reclama compasión, exige acción. Y las lenguas no se apagan por falta de normas, se desvanecen por ausencia de coraje. El coraje de usarlas, de transmitirlas, de hacerlas vivir.
Quizás todavía estamos a tiempo, quizás. Pero el reloj avanza, implacable, y este futuro que imaginamos ya se dibuja sin el catalán.