La productividad invisible: más allá del PIB

- Rat Gasol
- Barcelona. Martes, 14 de octubre de 2025. 05:30
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La productividad está cambiando de forma. El problema es que no sabemos verla. Seguimos midiendo el siglo XXI con las reglas del siglo XX. Vivimos rodeados de señales de una nueva eficiencia —algoritmos que anticipan, herramientas que aceleran, trabajos que se hacen sin presencia ni horario— y, sin embargo, las estadísticas indican que la productividad no crece. ¿Cómo puede ser que produzcamos más, mejor y más deprisa, pero que el progreso no lo refleje? La paradoja es profunda: nos encontramos ante una productividad invisible, una eficiencia que no deja rastro contable, pero que transforma, silenciosamente, la manera de crear valor. Y esta invisibilidad no es solo un problema técnico, sino también político y social: determina quién recoge los frutos del progreso y quién queda fuera del retrato.
Cuando hablamos de productividad, pensamos en cifras y fórmulas: producción por hora trabajada, rendimiento empresarial, crecimiento del PIB. Es una manera precisa de medir lo que es tangible, pero resulta insuficiente cuando la economía cambia de naturaleza. La era digital ha desbordado los marcos clásicos. Un algoritmo que optimiza procesos internos, una red global de profesionales conectados o una herramienta de inteligencia artificial capaz de generar textos o diseños en segundos crean valor real, pero a menudo sin dejar rastro contable. Es productividad que no factura, eficiencia que no tributa.
El efecto de la inteligencia artificial es paradigmático. Un estudio publicado en Science en 2023 demostraba que el uso de ChatGPT reducía el tiempo de trabajo en un 40% y mejoraba la calidad de la producción en un 18%. El Banco de la Reserva Federal de St. Louis estimaba en 2025 que cerca del 28% de los trabajadores ya utilizaban IA generativa, con un ahorro medio del 5,4% de las horas semanales, lo que equivale a un incremento de productividad agregado del 1,1%. Pero estas ganancias podrían no aparecer nunca en las cifras del PIB si no se integran formalmente dentro de las empresas. Trabajamos mejor, pero el sistema no lo ve.
Esta situación no es nueva. Brynjolfsson y sus colaboradores ya describieron hace años la paradoja de la productividad: la dificultad de traducir la innovación tecnológica en crecimiento medible. Las causas son múltiples —retrasos de adopción, costes de implementación o la naturaleza intangible del valor digital—, pero el resultado es el mismo: una economía que desafía indicadores pensados para otro tiempo. Seguimos contando toneladas y horas, mientras el valor se manifiesta en datos, procesos y tiempo ahorrado.
Cuando la tecnología no alcanza los indicadores
El teletrabajo es otro ejemplo de esta productividad difusa. Sobre el papel, elimina desplazamientos, reduce costes y facilita la conciliación, pero su impacto real es más complejo. Un estudio de la Universidad de Chicago (2021) mostraba que, durante la pandemia, las horas trabajadas aumentaron, pero la productividad cayó entre un 8% y un 19% como consecuencia de los costes de coordinación y de la pérdida de interacción espontánea. Otras investigaciones, por el contrario, concluyen que la productividad mejora cuando hay confianza y objetivos claros. La clave no es tanto el formato como la cultura organizativa: la tecnología amplifica lo que ya había, para bien o para mal.
Todo esto plantea una pregunta incómoda: ¿quién se lleva los beneficios de esta productividad invisible? Las grandes corporaciones digitales y las empresas tecnológicas, capaces de desplegar IA propia y aprovechar economías de escala, acumulan ventajas competitivas enormes sin que estas aparezcan como nuevos ingresos tributables. En cambio, las pequeñas empresas, los autónomos y los sectores tradicionales no pueden capitalizar esta eficiencia. La productividad invisible, lejos de ser neutral, ensancha las desigualdades.
Continuar midiendo con reglas del pasado es perpetuar un modelo de economía miope, que premia la cantidad e ignora la calidad
La invisibilidad va aún más allá. Hay actividades que generan valor, pero no reciben ni reconocimiento ni compensación: las contribuciones a proyectos de código abierto, la creación de contenidos digitales, la gestión comunitaria o el mantenimiento de infraestructuras virtuales. En este sentido, un estudio recientemente publicado en arXiv estimaba que cerca del 50% del trabajo dentro del ecosistema del software libre es invisible —las tareas de revisión, documentación o soporte no son ni reconocidas ni remuneradas—. Lo mismo ocurre con las plataformas de microtareas digitales, donde los trabajadores destinan cerca de un tercio del tiempo a gestiones o investigaciones que no generan ingresos. Es tiempo productivo, pero invisible.
Esta opacidad tiene consecuencias fiscales y sociales. Si el valor económico se desplaza hacia actividades intangibles, automatizadas o colaborativas que no pasan por el mercado formal, el sistema impositivo queda obsoleto. Se siguen gravando los salarios y la producción visible, mientras la riqueza generada por la eficiencia digital —datos, algoritmos, procesos automatizados— escapa a toda fiscalidad. El resultado es un desequilibrio que pone en crisis el contrato social: unos aportan valor sin visibilidad ni recompensa, mientras otros obtienen beneficios sin retorno.
Un espejo antiguo para una economía nueva
Lo mismo sucede con las estadísticas públicas. El PIB sigue siendo el gran termómetro, pero es un indicador del siglo XX para una economía del siglo XXI. No mide el tiempo ahorrado, la calidad de los procesos ni el valor intangible. Ignora la sostenibilidad, el bienestar y la innovación no monetizada. Esto distorsiona la percepción colectiva del progreso: parece que avanzamos poco, cuando en realidad avanzamos de otra manera. Quizás lo que falla no es la productividad, sino el espejo con el que la miramos.
Es urgente abrir este debate. Hay que redefinir qué entendemos por crecimiento y cómo lo medimos. Quizás necesitamos un complemento al PIB que incorpore indicadores de eficiencia digital, valor intangible e impacto social. Quizás debemos integrar métricas de tiempo liberado, automatizaciones internas o mejoras cualitativas no monetarias. Y, sobre todo, hay que repensar la fiscalidad para no castigar el trabajo visible mientras el valor real se desplaza hacia lo invisible.
El reto es político, no técnico. Continuar midiendo con reglas del pasado es perpetuar un modelo de economía miope, que premia la cantidad e ignora la calidad. Si la productividad invisible es la nueva frontera del progreso, ignorarla equivale a renunciar a él. Y quizás el verdadero problema no es que la productividad no crezca, sino que crece allí donde nadie mira.