Hay despachos donde no caben dos cosas a la vez: el directivo y su ego. Es inevitable: cualquier persona que llega a la cúpula de una organización debe tener seguridad en sí misma. Sin un mínimo de ego, nadie se atrevería a tomar decisiones arriesgadas, negociar millones o liderar a cientos de personas. Pero cuando el ego deja de ser un motor y se convierte en brújula, el coste es alto. Y a menudo, carísimo.

Un cierto nivel de ego ayuda a la proyección y a la toma de decisiones. Pero cuando un directivo solo escucha su propia voz, la sala de juntas deja de ser un espacio de debate y se transforma en un eco. Las buenas ideas se apagan, las críticas se disfrazan de silencios y los errores se prolongan porque nadie se atreve a decir: “Esto no funciona”.

Un estudio de Dale Carnegie muestra que el 81% de los empleados quieren que sus jefes admitan errores, pero solo el 41% asegura que eso ocurre de verdad. ¿El resultado? Decisiones tomadas por orgullo personal, proyectos destinados a lucir en el currículum y errores repetidos porque nadie se atreve a llevar la contraria.

Un metaestudio reciente, llamado Humble leadership and its outcomes: A meta-analysis, con más de 16.000 participantes, concluyó que el liderazgo humilde se relaciona con más compromiso, más creatividad y más satisfacción laboral. Traducido: los equipos con líderes capaces de escuchar y reconocer méritos innovan más. En cambio, con un líder egocéntrico, las buenas ideas se apagan antes de ver la luz.

El ego no aparece en los balances, pero es uno de los costes más altos que puede asumir una empresa

En un entorno dominado por el ego, los empleados aprenden rápidamente que discrepar es peligroso. El resultado es un clima de conformismo, donde la innovación se reduce y el talento inconformista se marcha. Los equipos se vuelven obedientes, pero no brillantes. La empresa deja de competir con el mercado y empieza a competir con las inseguridades de su propio directivo. Y una empresa obediente puede durar un tiempo, pero difícilmente prospera en entornos cambiantes.

La buena noticia es que hay alternativa. Los estudios son claros: los líderes humildes no solo son más agradables; son más efectivos. Generan confianza, fomentan la creatividad y retienen mejor el talento. La humildad no es debilidad: es un recurso estratégico. Reconociendo errores se gana credibilidad; escuchando, se genera innovación; compartiendo méritos, se construye fidelidad.

Y no es un tema soft. Cuando los equipos están comprometidos y creativos, los resultados financieros mejoran. Cuando los errores se detectan a tiempo, se reducen costes. Cuando hay confianza, los proyectos fluyen con más velocidad y menos conflictos internos.

El ego no aparece en los balances, pero es uno de los costes más altos que puede asumir una empresa.

Conclusión

El ego es como la sal: en pequeñas dosis da sabor; en exceso, lo hace incomible. El problema no es tenerlo, sino dejar que gobierne todas las decisiones.

Las empresas del futuro no necesitan directivos con capa ni superhéroes con un espejo en el despacho. Necesitan líderes capaces de admitir que no lo saben todo, que escuchen con curiosidad y que sepan decir, con naturalidad, la frase más barata y más poderosa del mundo corporativo: “Me he equivocado”.