Lejos de lo que muchos de nosotros podíamos pensar, actualmente el 25,8% de las viviendas en Cataluña, casi 800.000, están ocupadas por una persona sola. Y de estas, cerca del 41% tienen más de 60 años. Por su parte, según fuentes del INE, en España el número de hogares unipersonales supera ya los cinco millones, y casi la mitad corresponden a personas mayores. Son cifras que hablan de vidas envejecidas en silencio, de tardes demasiado largas y de domingos sin conversación. Pero lo que las estadísticas no reproducen es el vacío emocional que esconde: la sensación de invisibilidad, la pérdida de sentido, la ausencia persistente del otro. Una soledad que no es elegida sino impuesta por las circunstancias, por la dinámica de un mundo que se ha vuelto funcionalmente sorda al clamor de la fragilidad.

Y en el otro extremo del ciclo vital, la adolescencia es la otra gran víctima. Según datos del Observatorio Estatal de la Soledad No Deseada, el 21% de los jóvenes españoles confiesan sentirse solos a menudo. Cierto, hablamos de una soledad de otra naturaleza, menos visible, pero no por ello menos devastadora. Hablamos de la soledad de quien vive rodeado de pantallas, likes y respuestas inmediatas, pero que no sabe a quién confiar lo que le pesa. Una generación hiperconectada que, paradójicamente, se siente desconectada de todo lo que es esencialmente humano. No les falta interacción, les falta vinculación.

La industria de la soledad no solo no deja de crecer sino que se comercializa con el lenguaje de la innovación. Una medicina digital que consumimos ávidamente y sin cuestionar

Es en estas dos etapas de máxima vulnerabilidad, precisamente cuando todo empieza y cuando todo acaba, que la soledad duele más. Y, sin embargo, lo que debería sacudir conciencias y activar todas las alarmas, se ha convertido en una nueva y potente oportunidad de mercado. Ante el auge irrefrenable de este fenómeno, la respuesta de empresas y organismos competentes no ha sido reconstruir comunidades y repensar los vínculos sociales. La propuesta fácil ha sido desarrollar supuestas soluciones digitales: robots de compañía para nuestras abuelas y abuelos, mascotas interactivas, asistentes de voz que nos saludan y nos preguntan cómo estamos, aplicaciones que simulan amistades… La industria de la soledad no solo no deja de crecer, sino que se comercializa con el lenguaje de la innovación. Una medicina digital que consumimos ávidamente y sin cuestionar.

Pero lo que nos venden y compramos no es la cura, sino una ilusión de acompañamiento. Una voz amable que nos dice buenos días porque ha sido diseñada para hacerlo cada día y sin fallar. Una notificación anónima que nos recuerda que años atrás nos casamos y que hoy debemos celebrarlo. Múltiples y diversas soluciones de altísima sofisticación tecnológica pero de muy débil componente emocional. Porque ningún algoritmo ni inteligencia artificial pueden suplir la calidez de un abrazo sincero ni interpretar la sutileza de un silencio compartido.

Buscamos combatir la epidemia del vacío emocional con tecnología de última generación

La soledad no deseada no es una fatalidad, es consecuencia. Es el fruto de un modelo de vida que ha privilegiado la productividad por encima del cariño, la inmediatez por encima del tiempo compartido, la conexión digital por encima de la presencia real. Hemos transformado las calles en espacios anónimos, familias en unidades dispersas y vínculos en intercambios funcionales. Y ahora, estoicamente, buscamos combatir la epidemia del vacío emocional con tecnología de última generación. Porque en nuestra realidad de hoy, acelerada y a menudo demasiado egoísta, hacer máquinas, relojes inteligentes y aplicaciones para el móvil es sencillo. Porque en nuestro mundo actual, encontrar calor y complicidad es un lujo escaso y, quién sabe, algún día inexistente.

La Organización Mundial de la Salud ha advertido que la soledad crónica tiene efectos devastadores sobre la salud física y mental: aumenta el riesgo de depresión, deterioro cognitivo y enfermedades cardiovasculares. Estudios recientes la comparan con el impacto de fumar quince cigarrillos diarios. Y, sin embargo, no le dedicamos los recursos proporcionales, ni la planificación estratégica, ni la consideración pública que otorgamos a otras epidemias. Porque hacer políticas de vínculo no genera rédito inmediato. Porque crear comunidad no engorda el PIB ni paga dividendos.

Hacer políticas de vínculo no genera rédito inmediato. Crear comunidad no engorda el PIB ni paga dividendos.

Y yo me pregunto… Ante este escenario, ¿hasta dónde estamos dispuestos a externalizar las emociones? ¿Cuál es el precio de abandonar la calidez del contacto por la comodidad del dispositivo? ¿Qué futuro nos espera si delegamos el consuelo, la conversación y la escucha a artefactos programados? ¿Podemos realmente considerar “compañía” una mano robótica? Y si así lo hacemos, ¿qué dice lo de nosotros, de nuestra sociedad, del presente que vivimos y del futuro que dejamos?

Añoro las llamadas. Cortas, largas, alegres, tristes…, pero las añoro. Porque hoy ya no nos llamamos, nunca. Las voces se han ido desvaneciendo y las hemos desplazado por mensajes precipitados, palabras recortadas y emoticonos para abreviar aún más. Hemos convertido la comunicación en una sucesión de breves notificaciones, instantáneas, vacías de matiz. Nos creemos permanentemente conectados, pero vivimos inmersos en una profunda desconexión emocional, casi estructural. Multiplicamos los canales, pero empobrecemos el contenido. Tenemos más contactos que nunca, pero menos conversaciones significativas. Y en medio de ese ruido digital perpetuo, lo que falta es precisamente el silencio compartido, la escucha genuina, la presencia plena de quien no solo está sino que acompaña

Lo que necesitamos no son máquinas que abracen, sino motivos para volvernos a abrazar

Hay quien defiende que, en ausencia de mejores opciones, estas herramientas digitales pueden atenuar el drama. Y quizá no les falte razón. De hecho, en ningún caso con estas reflexiones busco demonizar la innovación y el progreso. Pero lo que no podemos permitir, y lo creo firmemente, es que esta solución artificial se convierta en la norma. No podemos sistematizar que una voz sintética reconforte allí donde antes había una madre, una amiga, una vecina. No podemos aceptar que una aplicación supla una mirada de cariño o una conversación que no busca respuesta, sino complicidad.

Urge recuperar el valor del encuentro, del vínculo que no se cuantifica, del cuidado que no se monetiza. Hacerlo es una responsabilidad colectiva, una decisión política y una necesidad humana inaplazable.

Porque lo que necesitamos no son máquinas que abracen, sino motivos para volvernos a abrazar.