El brote de peste porcina africana detectado días atrás en el corazón de Collserola ha generado alertas, preocupación y grandes titulares en todos los medios de comunicación. Pero, más allá de la respuesta inmediata, ha revelado una cuestión de fondo que hacía demasiado tiempo que el país prefería no afrontar: la dependencia excesiva de un modelo de ganadería intensiva que ha crecido sin ajustarse a los recursos reales del territorio. Mientras la discusión pública señala directamente la gestión de la fauna salvaje, lo que realmente preocupa —y con motivos— es la exposición económica de un sector que ocupa una posición central en la producción agraria catalana.

Durante años, el sector porcino ha sido presentado como una de las principales historias de éxito del país. Las cifras lo corroboran: cerca del 40% de la producción ganadera y más de 3.000 millones de euros anuales en exportaciones. Una potencia industrial y exportadora que nadie discute. Lamentablemente, este relato triunfador esconde una realidad incómoda que ya no podemos ignorar. Este crecimiento intensivo se ha sostenido sobre unas bases ecológicas y territoriales que no se pueden estirar de manera indefinida. Acuíferos contaminados por nitratos, municipios clasificados como zonas vulnerables, sobreexplotación de agua en un contexto de sequía crónica y una densidad de animales que supera con creces la capacidad natural del medio. Las advertencias existían, el brote únicamente las ha hecho imposibles de ignorar.

La peste porcina no afecta a los humanos, podemos consumir y debemos seguir haciéndolo. Y este es un hecho que hay que subrayar para no distorsionar el debate. Pero lo que definitivamente pone en peligro es un modelo productivo altamente concentrado y extraordinariamente sensible a cualquier alteración sanitaria. Cuando una actividad depende de miles de animales cebados en espacios reducidos, cuando el volumen es tan grande que cualquier desviación puede comprometer mercados enteros, cuando la estructura es tan rígida que no admite interrupciones… el riesgo ya no es veterinario: es económico.

En este sentido, culpabilizar al jabalí es una huida hacia adelante. La presencia creciente de fauna salvaje en zonas humanizadas es una consecuencia, no la causa. El territorio está fragmentado, sometido a presiones constantes, y ha perdido la capacidad de absorber desequilibrios que antes se corregían solos. Señalar al jabalí es más fácil que aceptar que el auténtico problema es la manera como hemos transformado el país para adaptarlo a las necesidades de un modelo intensivo que nunca ha hecho el ejercicio inverso: adaptarse al territorio.

Tampoco es secundario el debate sobre el bienestar animal. La ganadería intensiva se ha construido sobre la premisa de maximizar rendimientos en el mínimo tiempo y espacio posibles. Estas dinámicas —densidad elevada, movimiento limitado, exigencia creciente de productividad— generan un escenario idóneo para que cualquier patógeno prospere con facilidad. No hay que edulcorarlo: el riesgo es inherente al modelo. La producción industrial opera en un entorno que amplifica cualquier incidencia y la convierte en un problema de dimensión estructural.

Desde una óptica económica, la hiperdependencia de este sistema debería haber encendido las alarmas hace tiempo. Concentrar tanto valor, tanta exportación y tanta actividad en un único esquema productivo es un riesgo que ningún país con criterio debería asumir. El sector porcino ha generado prosperidad, sí, pero lo ha hecho al precio de debilitar las pequeñas explotaciones, erosionar el territorio y consolidar un modelo que atenta directamente contra el bienestar animal. No es un problema coyuntural: es un esquema productivo inviable por definición. E insistir en él solo amplifica sus consecuencias.

El brote no ha generado ningún problema nuevo; sencillamente ha hecho imposible su evasión. Ha situado ante nosotros una dependencia que durante años se había preferido apartar del debate público.

Dejémonos de hipocresías y contradicciones. Como país que se proyecta al futuro, no podemos reivindicar sostenibilidad y prosperidad mientras continuamos alimentando un modelo productivo que avanza en la dirección contraria. Valentía, por favor.