Otros apuntes sobre la revolución tecnológica y su impacto en el empleo
- Pau Hortal
- Barcelona. Sábado, 27 de diciembre de 2025. 05:30
- Tiempo de lectura: 3 minutos
Ya he dedicado con anterioridad una serie de dos artículos a la reflexión sobre el impacto que la revolución tecnológica que estamos viviendo tiene y puede tener en el empleo. Y lo he hecho desde una doble perspectiva: una optimista basada en los argumentos de Xavier Sala i Martín en su libro De la sabana a Marte (2023) y una más reciente –que tildé de pesimista– fundamentada en los criterios de Nick Srnicek y Alex Williams (en Inventar el futuro, 2015), Mariana Mazzucato (en El valor de las cosas, 2018) y Aaron Benanav (La automatización y el futuro del trabajo, 2020). Permitidme ahora formularos una tercera hipótesis, que me atrevo a denominar como neutra, basada en mis propios criterios personales.
De entrada, hoy ya nadie discute el impacto que esta transformación/revolución va a tener en el empleo, aunque lo que está en el centro del debate es si este tendrá un carácter transitorio o definitivo. Un impacto que será cuantitativo (número de puestos) y cualitativo (tipología y condiciones contractuales). Y aunque pueda no generar un desempleo masivo –entre otras razones, por las restricciones legales y formales que, sin duda, vamos a poner en marcha–, sí que va a suponer una erosión –silenciosa, pero profunda– del lugar que ocupamos los seres humanos en el contrato social. Es posible que, en contra de la visión optimista a la que aludía antes, corramos el riesgo (por lo menos, durante este periodo transitorio) de tener que aceptar un entorno social en el que el empleo sea, para una parte muy relevante de la humanidad, un privilegio escaso o una carga marginal.
Sin embargo, nada es inevitable. Debemos ser conscientes que la tecnología no tiene dirección propia y que son las decisiones humanas, institucionales y políticas las que determinan cómo se implementa, a quién beneficia y qué impactos genera.
Ya hoy, y con más claridad en el próximo futuro, los algoritmos no se limitan a ejecutar instrucciones. Aprenden, generalizan, formulan propuestas y recomendaciones, incluso proponen o toman decisiones. Y aunque cometan errores, lo hacen con una eficiencia y escala que empiezan a desplazar funciones tradicionalmente humanas. Quizás la pregunta ya no sea “¿qué empleos va a eliminar la IA?”, y sí “¿quién tendrá la última palabra?” en muchos de los ámbitos que conforman nuestra existencia individual y colectiva.
Podemos pensar en una transformación del sistema laboral que priorice el bienestar, la redistribución y el reconocimiento del trabajo no remunerado. Es posible imaginar modelos donde el impacto de la automatización se traduzca en elementos como: reducciones de la jornada laboral, acceso a subsidios (RMU) y periodos sabáticos para dedicarlos a actividades formativas o de reciclaje. Pero para eso, necesitamos cambiar la pregunta. No se trata de cómo nos adaptamos a este futuro, sino de interrogarnos (y sobre todo, contestarnos) a propósito de qué futuro deseamos construir y cuál es el rol que queremos que el trabajo tenga en él.
Tal vez haya llegado el momento de abandonar el relato ingenuo del progreso automático. Porque si algo está claro es que el futuro no será humano por defecto. Tendremos que construirlo entre todos, defenderlo frente a los que tengan una visión monopolista y, ante todo, hallar las respuestas que den sentido al trabajo y a su prestación en forma de empleo en el futuro. El progreso real no se mide solo en innovación, sino en inclusión. El verdadero dilema no es tecnológico, es profundamente humano.
Las evidencias históricas muestran que el progreso tecnológico “creará más empleo del que destruye”. Es con probabilidad una frase optimista, reconfortante… y quizás profundamente incompleta. Mientras tanto, la narrativa dominante insiste en proclamar que “habrá nuevos empleos… solo hay que reciclarse”. Pero la realidad no está escrita de antemano y puede ser muy diferente. La renovación o reconversión individual es inapelable, pero no será tan rápida como puede parecer. Y más cuando constatamos que muchas de las nuevas opciones laborales son de bajo valor añadido y, en consecuencia, se ofrecen en condiciones de baja calidad.
Es muy posible que en un próximo futuro el trabajo llegue a perder el sentido colectivo que ha tenido desde el inicio de la revolución industrial. Es plausible –y recordemos que mi planteamiento se puede definir como neutro– que vayamos hacia un contexto en el que solo un determinado porcentaje de personas puedan acceder a él mientras el resto tenga que sobrevivir en los márgenes. Ya no vale el “¿cómo nos adaptamos al futuro del trabajo?”. La perspectiva es otra: ¿cómo queremos que sea el futuro? ¿de qué manera vamos a construirlo? ¿estamos dispuestos a que el trabajo pierda su condición de elemento sustancial de nuestros entornos sociales? Deberíamos de tomar consciencia de que es un imperativo ejercer un control social sobre los que diseñan, deciden e implementan el nuevo modelo social.
Sí, el cambio es incómodo. Pero también inevitable. Y si lo abrazamos con inteligencia, con valentía y con una pizca de irreverencia, el mundo que estamos empezando a vivir puede ser extraordinario. En el caso contrario puede ser el fin de nuestra especie. Hay una frase que resume todo esto, y que Sala i Martín repite como un mantra implícito en su libro: “El progreso no es el enemigo, es la solución”.
En vez de pelearnos con la tecnología, deberíamos aprender a cabalgarla. No como jinetes que temen al caballo, sino como arquitectos del futuro. Así que, la próxima vez que alguien diga que "los robots nos van a quitar el trabajo", deberíamos responderle, con una mirada profunda: los robots evitarán que tengamos que desarrollar actividades rutinarias, de poco valor y nos permitirán dedicarnos a otras en las que podamos expresar de forma más diáfana las capacidades humanas.
En cualquier caso, vamos a tener que trabajar intensamente si queremos que el progreso social siga entre nosotros.