El Banco Central Europeo (BCE) ha subido justo hace una semana los tipos de interés por novena vez consecutiva. El precio del dinero ha pasado de cero a 4,25% en doce meses, lo nunca visto. La decisión no ha sorprendido, formaba parte del guion que la presidenta de la institución, la francesa Christine Lagarde, ya había adelantado semanas atrás. Pero no por esperada está exenta de reflexiones y de críticas. El endurecimiento de las condiciones crediticias empieza a castigar a muchas familias, autónomos y empresas; algunas economías europeas como la alemana están en recesión técnica y hay signos de ralentización de la actividad industrial y de las exportaciones. Pero aun así, el BCE se mantiene tozudo y firme en su objetivo de mantener la inflación a raya (que todos hemos asumido en el 2% por gracia divina) sin mirada periférica. Siempre adelante sin mirar qué pasa alrededor, como los burros que llevan anteojeras.

¿De dónde emana la misión del BCE para hacer y deshacer a su antojo? ¿Ante quién responde? ¿Quién controla su actuación? La política monetaria (el control de la cantidad de dinero que hay en una economía) no siempre ha estado en manos de los bancos centrales, sea el BCE, la Reserva Federal norteamericana) o cualquier otro. No. Hasta hace relativamente pocos años la política monetaria formaba parte de las competencias de los gobiernos, tal como ocurre con las políticas fiscal, laboral o exterior. Pero esta situación cambió cuando llegó el debate sobre la independencia de los bancos centrales, en Europa a raíz de la constitución del BCE en 1998 a imagen del todopoderoso Bundesbank (el Buba, el banco central alemán), que ya ostentaba un grado elevado de independencia en la posguerra porque el recuerdo de hiperinflación de los años veinte todavía estaba grabado a fuego en la memoria del pueblo germánico.

La independencia de un banco central quiere decir, por encima de todo, una transferencia absoluta de soberanía y poder político real a una institución falta de control democrático. Los gobiernos y la gran mayoría de agentes económicos y sociales lo aceptan sin rechistar. Sorprendente. ¿Qué hay detrás de esta idea de independencia? Fundamentalmente, el consenso de la ortodoxia sobre el hecho de que un banco central libre de la acción de cualquier gobierno es más eficiente en la tarea de reducir los niveles de inflación. Rafael Repullo lo explica a partir de la teoría de los juegos (Papeles de Economía, número 57, de 1993). De forma muy resumida viene a decir que en una sociedad donde el empleo depende negativamente del nivel de los salarios reales (es decir, si suben los salarios, se crean menos puestos de trabajo) y donde los salarios nominales se fijan antes que los precios, si el gobierno tiene una marcada prioridad para elevar el empleo nos lleva a una situación inflacionista. Hay un razonamiento más político que argumenta que un banco central que toma decisiones pensando en el corto plazo, es decir, que decide de acuerdo con un horizonte electoral, por ejemplo, tiene incentivos para llevar a cabo una política expansiva para estimular el crecimiento, aunque ello comporte perder credibilidad y una revisión al alza de las expectativas de inflación a medio y largo plazo. En cambio, si las decisiones de los bancos centrales no coinciden con los ciclos políticos, la inflación se modera, de aquí los nombramientos de los bancos centrales sean largos (8 años en el BCE y 15 en la Fed).

¿Apoyan los datos las bondades de esta independencia? Un estudio de Javier García y Adrià Morrón publicado en CaixaBank Research en 2021 apunta que las economías avanzadas que tienen bancos centrales más independientes consiguen contener mejor la inflación. Veamos cómo estamos hoy en Europa. Mientras en España la inflación parece más o menos controlada en torno al 2%, el nivel de precios del conjunto de la eurozona baja paulatinamente hasta el 5,3%. En una Europa tan amplia y divergente en términos de inflación, las necesidades también divergen en términos de contención de precios y de crecimiento. Pero la política monetaria es la misma para todos. Si echamos un vistazo a la inflación subyacente (la que no tiene en cuenta los precios más volátiles, como los de los alimentos frescos y la energía), vemos que se resiste mucho a bajar, triplica el objetivo. No parece, por consiguiente, que esté funcionando.

Son muchas las voces que advertían y siguen recordando que el repunte de la inflación del último año y medio tiene poco que ver con un sobrecalentamiento de la economía, sino más bien con la oferta: restricciones del comercio internacional por la pandemia y la guerra, cosechas alteradas por el cambio climático y, sí, también la falta de competencia. Lejos de querer demonizar los beneficios de las empresas (¡claro que tienen que ganar dinero!), incluso el BCE ha culpado a los márgenes empresariales del brote inflacionista. Para remachar el clavo, la semana pasada se conocía que la masa monetaria en circulación en la Europa del euro ha bajado por primera vez en la historia; para que se entienda: hay menos dinero circulando (en cash y en depósitos hasta dos años).

La reputación antiinflacionista de un banco central, en este caso el BCE, puede tener un coste muy elevado. Le exige jugar apostando siempre por una restricción monetaria pase lo que pase con el PIB, con el empleo, con las familias, con las empresas... con la economía real. Anteojeras, el peligro que nos ciega en estos momentos.

Dos datos, por cierto, a propósito de los objetivos y de los controles democráticos de los bancos centrales. Primero, mientras en la eurozona el BCE es quien fija los objetivos de política monetaria, en el Reino Unido los objetivos del Banco Central de Inglaterra los fija el Parlamento británico. Segundo, al otro lado del Atlántico, la Reserva Federal no solo está sometida al control del Congreso, sino que a diferencia del BCE, que se focaliza fundamentalmente en controlar la inflación, tiene el doble mandato de mantener la inflación baja y de conseguir el máximo empleo.

Recuerda el catedrático de Economía Aplicada Juan Torres en su libro Más difícil todavía (Editorial Deusto) que mientras los gobiernos han estado haciendo lo posible desde que estalló la pandemia primero y la guerra después para que la locomotora no se detenga, a través de políticas de gasto público, el BCE las ha ido contrarrestando. Que haya dos autoridades haciendo políticas confrontadas pero concomitantes, como si fueran Tom y Jerry, daría risa si no fuera porque atenta contra el bolsillo y el sentido común. Con las cosas de comer no se juega.