La factura de lo que no se ha hecho

- Rat Gasol
- Barcelona. Martes, 23 de diciembre de 2025. 05:30
- Tiempo de lectura: 3 minutos
No siempre es sencillo elegir de qué hablar en el último artículo del año, y menos aún cuando el escenario político es agrio, polarizado y destructivo. Presupuestos que no se aprueban y se estiran como chicles, inversiones que, de nuevo, nunca se ejecutan, y un ruido institucional que eclipsa cualquier debate sereno sobre economía, trabajo y futuro. En este contexto, hacer balance no puede limitarse a repasar titulares ni a buscar conclusiones amables. El balance honesto, el que realmente interpela, es aquel que se atreve a mirar aquello que no se ha hecho. Porque, en economía —a diferencia de otros ámbitos—, la inacción no es neutra. No se evapora con el cambio de calendario, sino que se transforma en coste, mientras la factura hace tiempo que se está acumulando.
Emerge primero de manera silenciosa, en el día a día de miles de ciudadanos que trabajan, pero no pueden vivir allí donde desarrollan su proyecto vital. Durante años, se han aplazado decisiones estructurales sobre la vivienda, confiando en que el mercado corregiría los desequilibrios o que el crecimiento lo compensaría todo. Mientras tanto, los precios no han dejado de ascender, la oferta no ha crecido al ritmo necesario y el acceso a la vivienda se ha desvinculado del hecho de tener trabajo. En menos de una década, el precio medio del alquiler en Cataluña se ha encarecido casi un 30%, muy por encima de la evolución salarial. Esta desconexión no es solo una injusticia social, sino un problema económico de primer orden. Un país donde el coste de vivir expulsa a trabajadores, jóvenes formados y profesionales cualificados es un país que pierde talento, emprendimiento, capacidad productiva y competitividad. Lo que no se ha hecho en materia de vivienda no ha desaparecido. Al contrario, se ha convertido en un freno estructural.
La factura continúa engrosándose en un mercado laboral que necesita personas, pero no construye trayectorias. Cataluña ha crecido, en gran parte, gracias a la inmigración. Es una realidad demográfica y económica incontestable. Sin embargo, su gestión se ha dejado demasiado a menudo a la improvisación. Llegan personas, pero no con la misma intensidad que las políticas públicas de acogida, formación e integración laboral, en un contexto de recursos públicos necesariamente limitados. El resultado es un mercado segmentado, con una parte importante de la población concentrada en trabajos de baja cualificación, alta rotación y escaso recorrido profesional. Hoy, más de la mitad de la población ocupada extranjera continúa atrapada en este tipo de ocupaciones. Esta realidad no solo cronifica la precariedad, sino que desaprovecha capital humano y erosiona la cohesión social. La inmigración podría ser una palanca de crecimiento y de equilibrio, pero sin decisiones valientes, deviene una fuente de fragilidad acumulada
Mientras tanto, el gran debate económico que nunca se afronta del todo sigue siendo el de la productividad. Hace años que se habla de ello, pero se hace muy poco para transformarla. El esfuerzo sostenido no acaba cristalizando en el rendimiento que el país necesita. A pesar de jornadas largas y un elevado nivel de dedicación, la productividad por hora sigue claramente por debajo de la media europea. No es una cuestión de esfuerzo individual, sino de modelo. Se ha aplazado una reflexión profunda sobre cómo se organizan las empresas, de cómo se lideran los equipos y de cómo se mide el valor real del tiempo. Se sobrevalora el presentismo, se confunde el control con el liderazgo y se evita poner en cuestión una mediocridad organizativa asumida. El tiempo que no se ha invertido en repensar procesos y liderazgos retorna ahora en forma de salarios estancados, agotamiento estructural y dificultades reales para competir en valor añadido.
Esta acumulación de inacciones acaba traduciéndose en desigualdades cada vez más visibles y persistentes. No solo de renta, sino también de oportunidades, de territorios y de generaciones. Cuando la vivienda expulsa, cuando el mercado laboral segmenta y cuando la productividad no acompaña, el ascensor social se detiene. Y cuando esto sucede, la economía pierde cohesión. Un país desigual no es solo injusto, es menos eficiente, menos estable y más vulnerable. Las desigualdades no son un efecto colateral inevitable del crecimiento, sino un síntoma de mala gestión a largo plazo. Ignorarlas no las reduce, las consolida.
Existe, además, una fragilidadidad menos visible pero igualmente relevante, la del catalán como lengua de uso social y laboral. No desde una mirada sentimental, sino funcional. La lengua es una infraestructura invisible que articula relaciones, integra personas y construye cohesión. Cuando una lengua propia retrocede en el ámbito laboral, no solo se debilita el patrimonio cultural, sino también la capacidad de integración y de comunicación eficiente. El uso habitual del catalán hace años que retrocede, especialmente entre los jóvenes y en entornos urbanos. Esta debilidad también tiene un coste económico, con equipos menos cohesionados, entornos de trabajo fragmentados y más dificultades para construir proyectos compartidos. Es otra factura que se ha ido acumulando sin mucha conciencia
Ninguno de estos problemas es nuevo. Ninguno ha estallado súbitamente este año. Precisamente por eso, el momento es delicado. No hablamos de una crisis accidental, sino del resultado de muchos años de aplazar decisiones, de evitar debates incómodos y de confiar en que el tiempo lo arreglaría todo. Pero el tiempo, en economía, raramente juega a favor. El 2025 se acaba sin grandes catástrofes, pero con una evidencia incómoda. Hemos perdido margen. Y el 2026 ya se intuye claramente tocado, no por una crisis sobrevenida, sino por una larga cadena de omisiones.
La buena noticia es que la factura todavía no está pagada, si bien el margen se acorta cada vez más. La pregunta ya no es si llegará, sino hasta cuándo continuaremos aplazándola. Los países no fracasan por falta de recursos, sino por falta de decisiones, y 2026 no pedirá discursos ni excusas. Exigirá gobernar con menos ruido y más responsabilidad.