El éxito que se edifica sobre la precariedad

- Rat Gasol
- Barcelona. Martes, 10 de junio de 2025. 05:30
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No todo vale para crecer. Ni la rapidez lo justifica todo. Ni la eficiencia puede ser coartada de la explotación. Pero hoy, en pleno 2025, todavía hay empresas que construyen su éxito sobre un fundamento de precariedad, que hablan de sostenibilidad mientras pactan no robarse trabajadores, que hacen bandera de la ética mientras ignoran los derechos más elementales. Y no, no hablamos de pequeñas irregularidades o errores puntuales. Hablamos de prácticas deliberadas, sistemáticas y estructurales. Hablamos de uno de los grandes referentes de nuestro ecosistema de startups, hablamos ni más ni menos que de Glovo y de un modelo de negocio que merece ser cuestionado de arriba abajo.
La Comisión Europea acaba de imponer una multa de 329 millones de euros a Glovo y su matriz, la alemana Delivery Hero, por haber establecido acuerdos anticompetitivos entre 2018 y 2022. Acuerdos que incluían la promesa mutua de no captar trabajadores de la otra compañía, el intercambio de información comercial confidencial y la coordinación de la expansión territorial. Para que quede bien claro: limitar deliberadamente la libertad laboral de los profesionales y evitar, mediante un pacto encubierto, la competencia que debería ser la base de un mercado justo. El pacto no era anecdótico ni simbólico: afectaba mercados enteros, como Bulgaria y Rumanía, pero también el funcionamiento interno de empresas que operan en toda Europa, con un capital humano de miles de personas.
Este hecho, por sí solo, ya es de una enorme gravedad. Pero, desgraciadamente, el recorrido de Glovo no empieza aquí. La compañía de Barcelona acumula años de denuncias y polémica por las condiciones laborales de sus repartidores, en su mayoría operando bajo la figura de falsos autónomos. Ya en 2022, la Inspección de Trabajo sancionó a la empresa con una multa superior a los 79 millones de euros por tener a más de 10.600 riders en situación irregular. ¿Y cuál fue la respuesta de la empresa? Un comunicado correctísimo, una lavada de imagen y leves ajustes para perpetuar la misma dinámica. Porque a cada nueva multa, una nueva maniobra legal para salir indemne; a cada nueva denuncia, una nueva fórmula contractual. Si miramos los datos del Ministerio de Trabajo español, solo entre 2019 y 2023, las sanciones impuestas a Glovo por irregularidades laborales superan los 215 millones de euros, convirtiendo a la empresa en una de las más expedientadas del sector. Y, pese a ello, el modelo ha perdurado con ínfimas modificaciones cosméticas, pero sin una verdadera transformación estructural.
Glovo, sin vergüenza ni escrúpulos, se declara comprometida con la ciudad, el medio ambiente y la nueva economía
El discurso oficial, el que se nos quiere vender como si fuéramos una panda de analfabetos incapaces de tener criterio propio, nos habla de innovación, de eficiencia, de transformación digital. La compañía, sin vergüenza ni escrúpulos, se declara comprometida con la ciudad, con el medio ambiente, con la nueva economía. Pero, ¿podemos hablar realmente de sostenibilidad en una empresa que externaliza el riesgo a sus trabajadores? ¿Es admisible presentarse como socialmente responsable mientras se impide, mediante acuerdos encubiertos, que los profesionales mejoren sus condiciones? ¿Dónde queda la ética empresarial cuando se pacta, literalmente, que las personas no puedan aspirar a cambiar de empleo sin traicionar un trato entre corporaciones?
El problema no es exclusivo de Glovo. Es el reflejo de una tendencia peligrosa en el mundo empresarial que vivimos hoy y que aceptamos pasivamente. Algunas compañías han descubierto que pueden vestir de ética y sostenibilidad prácticas que, en realidad, son de una violencia silenciosa pero devastadora. Ya no hace falta explotar con estridencias: basta con la flexibilidad contractual, con la subcontratación en cadena, con algoritmos que disfrazan la arbitrariedad, con pactos encubiertos que congelan sueldos y carreras. Todo en nombre de la libertad, del mercado y del progreso.
Y, sin embargo, el relato funciona. Las empresas se felicitan por reducir la huella de carbono, por instalar placas solares en sus almacenes o por repartir fruta ecológica en las oficinas. Se presentan como referentes en responsabilidad social corporativa, como líderes en innovación. Y la sociedad, demasiadas veces, lo compra sin pronunciarse. Porque es más sencillo aplaudir la rapidez con la que llega un pedido que mirar quién lo transporta. Es más agradable celebrar el talento y el emprendimiento que preguntarnos cuál es el coste real de ese éxito.
El verdadero progreso no puede pasar por encima de las personas. Y el crecimiento, si no es digno, no es crecimiento: es sumisión, es silencio, es renuncia
La sanción de Bruselas debería ser un punto de inflexión. Y no solo para Glovo: nos equivocaríamos si lo redujésemos a un solo caso concreto. Debería ser un “ya basta” definitivo a un ecosistema empresarial que se ha paseado como si nada entre la legalidad y el abuso. Que ha convertido la precariedad en modelo de negocio y la ha envuelto en narrativa inspiradora. Pero los datos son terriblemente tozudos: en 2024, más de 1.400 trabajadores de plataformas digitales en España presentaron denuncias por irregularidades contractuales. Según Eurofound, el 52% de los empleados de este sector no tienen acceso a ningún tipo de protección social. Y según se desprende del informe Platform Work in Europe (2024), cerca de un 60% declara trabajar más de 48 horas semanales, un límite que vulnera las recomendaciones de salud laboral de la propia Unión Europea.
Urgen límites. Basta de empresas que pactan condiciones laborales por debajo de lo mínimamente aceptable. Basta de las que usan los avances tecnológicos como excusa para esquivar derechos laborales conquistados con décadas de lucha. Basta de las que hablan de sostenibilidad mientras se sostienen en la explotación. Porque el verdadero progreso no puede pasar por encima de las personas. Y el crecimiento, si no es digno, no es crecimiento: es sumisión, es silencio, es renuncia.
Y, ya un poco más allá, quizá también haría falta replantear el concepto de “unicornio” que todos anhelamos y celebramos. Durante décadas hemos glorificado estas compañías como símbolo de éxito, como promesa de un futuro tecnológico que debía cambiarlo todo. Pero el caso de Glovo —y no es el único— pone de manifiesto que detrás de muchas de esas valoraciones astronómicas se esconde una arquitectura frágil, basada en prácticas discutibles, condiciones laborales deficientes y una sostenibilidad de cartón piedra. El beneficio ha sido para unos pocos; el coste, para muchos. Y quizá el verdadero reto no sea crear empresas de mil millones, sino construir modelos de negocio que sean justos, viables y respetuosos con las personas. Quizá el futuro no pasa por cazar unicornios, sino por dejar de creer en ellos.