El caso reciente de tres buques dañados por explosiones en el Mediterráneo —al menos dos de los cuales habían amarrado en puertos rusos— marca un punto de inflexión en la guerra entre Rusia y Ucrania. Aunque aún no se determinó el origen de las explosiones, el patrón sugiere una expansión del conflicto fuera del escenario europeo. Esta etapa del conflicto comenzó con la invasión de Ucrania en 2022, y ahora ingresa en una fase global, donde los ataques ya no se limitan al campo de batalla, sino que se extienden a cualquier lugar donde los intereses rusos estén presentes.

Si las sospechas sobre una operación ucraniana se confirman —aunque no haya reivindicación formal— estaríamos ante una campaña deliberada de sabotajes selectivos. No se trata de destruir grandes objetivos, sino de enviar un mensaje claro: todo barco que comercie con Rusia puede ser un blanco. Esto funciona como una disuasión económica silenciosa. No es necesario hundir barcos ni provocar víctimas; basta con sembrar el miedo de que colaborar con Rusia implica un riesgo creciente. Es una estrategia asimétrica muy eficaz para un país como Ucrania, con menos recursos pero mayor movilidad y voluntad de escalar el conflicto en forma lateral.

Esto no es nuevo. Ya hubo reportes de enfrentamientos entre soldados ucranianos y rusos en África —especialmente en zonas donde Wagner operaba junto con fuerzas rusas y Ucrania buscaba influencias discretas. También hay evidencias de ciberataques, sabotaje industrial o depósitos vinculados a Rusia en países lejanos. La guerra dejó de ser un asunto regional, ahora puede explotar en cualquier parte del mundo.

No se trata de destruir grandes objetivos, sino de enviar un mensaje claro: todo barco que comercie con Rusia puede ser un blanco

Para Rusia, esta expansión del conflicto representa un desafío inmenso. Moscú tiene activos estratégicos, comerciales y diplomáticos esparcidos por todo el planeta: barcos, consulados, escuelas, empresas, acuerdos energéticos y bases encubiertas. La necesidad de proteger todos estos puntos implica un gasto colosal.

A esto se suma un problema adicional: parte de su comercio internacional —especialmente en petróleo— se basa en operaciones opacas, con barcos sin bandera clara, rutas ilegales y seguros de dudosa legalidad. La llamada “flota fantasma” rusa, que evade sanciones transportando crudo de forma encubierta, se vuelve más vulnerable.

Si este patrón continúa, vendrán ataques a aviones rusos, legaciones diplomáticas o centros educativos. El conflicto pasaría así de una guerra por el territorio ucraniano a una guerra global por la presencia e influencia rusa. Y, en esa dimensión, el desequilibrio es peligroso: Ucrania tiene poco que perder fuera de sus fronteras, mientras que Rusia está presente en decenas de países. Cada nuevo ataque selectivo obligará a Rusia a dispersar su atención, sus recursos y su narrativa.

La pregunta ya no es si el conflicto va a escalar, sino en qué formas lo hará. Y todo indica que la guerra silenciosa ya no tiene fronteras.

Las cosas como son.