Desde principios de la década actual, la economía mundial ha pasado por una pandemia, dos guerras con riesgo importante de desestabilización, un episodio inflacionario derivado de la disrupción de las cadenas de suministro globales y un conflicto comercial a escala planetaria, a raíz de los aranceles impuestos por la administración Trump. Sin embargo, el principal índice bursátil, el S&P 500 americano, ha doblado su valor en los últimos cinco años y sigue superando continuamente los máximos históricos en los últimos meses; el precio del oro también se ha multiplicado por dos durante el mismo período; la criptodivisa de referencia, el bitcoin, lo ha hecho por cinco, y el precio de la vivienda se va elevando en muchos países –como el nuestro. Este contraste tan acentuado entre inestabilidad geopolítica, incertidumbre económica y –a pesar de todo– la infatigable propensión a asumir riesgos por parte de los inversores, plantea algunos interrogantes.

En Cataluña, tanto la inversión productiva como la productividad por hora trabajada llevan ya algunos trimestres claramente al alza. Por otro lado, la demanda interna por parte del sector privado está tomando el relevo de una demanda externa que se ralentiza, en un entorno complicado para el comercio internacional, y de un gasto público que está dejando de actuar como principal motor de la economía –junto con el sector exterior. Pero nuestro país es una gota de agua en el océano de la economía mundial, y cualquier disrupción proveniente del otro lado del Atlántico nos afectaría, amplificada, por el impacto que pueda tener en Europa.

Una parte importante del impulso que mueve actualmente la economía americana proviene de las inversiones vinculadas con la inteligencia artificial. Las valoraciones extraordinariamente elevadas de la bolsa de aquel país se justifican, principalmente, por las expectativas de mayor crecimiento de los beneficios empresariales a medida que la IA transforma la economía. Si estas expectativas no llegaran a cumplirse en la medida en que actualmente descuentan los mercados, la corrección podría tener efectos en cadena, más allá de la economía financiera. La antigua economista jefe del FMI, Gita Gopinath, ha llegado a cifrar en 35 millones de millones de dólares las pérdidas potenciales para el conjunto de la economía mundial derivadas de una posible caída de las cotizaciones en la bolsa americana.

En Cataluña, tanto la inversión productiva como la productividad por hora trabajada llevan ya algunos trimestres claramente al alza

Las métricas usuales de valoración de la renta variable, como el PER (el número de veces que la valoración de una acción multiplica el beneficio por acción), indicarían una clara sobrevaloración del S&P americano –con un peso muy relevante de las grandes empresas tecnológicas. Estas valoraciones aparentemente excesivas estarían justificadas si la IA fuera el desencadenante de una profunda revolución tecnológica capaz de elevar, de manera sostenida, el crecimiento potencial de la productividad. Los fuertes gastos empresariales en I+D y centros de datos aún no generan suficientes beneficios que los justifiquen, pero las transformaciones tecnológicas radicales acostumbran a evolucionar en forma de J. Es decir, con una primera fase de adaptación de los modelos de negocio y las estructuras organizativas, en la que la productividad puede llegar incluso a disminuir, antes de desplegar todos sus efectos en el conjunto de la economía cuando la fase de aprendizaje ha sido superada. También existe la duda de hasta qué punto el crecimiento de la productividad impulsado por la IA se concentrará en pocas manos, destruyendo más empleo del que crea, o se acabará extendiendo con más o menos intensidad a la mayoría de sectores y segmentos sociales.

El estallido de la burbuja tecnológica asociada con la primera revolución digital de las “.com” a finales de los 90 desplomó las cotizaciones, también extraordinariamente elevadas de aquel momento, pero el impacto en la economía real fue limitado y relativamente corto. Aunque muchas empresas desaparecieron sin dejar rastro, otras han sobrevivido hasta nuestros días y actualmente lideran los rankings. Más importante aún, una parte importante de las infraestructuras y de los nuevos modelos de negocio desarrollados en aquella época están en la base de las ganancias de productividad alcanzadas durante la primera parte del siglo actual. Es previsible que también ahora los efectos positivos de las inversiones en nuevas infraestructuras y sistemas tecnológicos y organizativos, sobrevivan, al menos en parte, a las inestabilidades financieras que se puedan producir.

Una “burbuja” es un episodio de rápido aumento del precio de un activo que genera expectativas de futuros aumentos. Evidentemente, la espiral no puede continuar indefinidamente, pero se puede desinflar gradualmente o de golpe. El daño ocasionado en la economía se amplifica cuando los inversores han asumido volúmenes elevados de deuda a los que ya no pueden hacer frente. En el caso de la economía americana hay un cierto riesgo vinculado con la financiación no bancaria, que ha crecido mucho en los últimos años –pero este no es el caso de las economías catalana y española, con un sector privado que se ha desendeudado intensamente en los últimos años.

Una “burbuja” no puede continuar indefinidamente, pero se puede desinflar gradualmente o de golpe

La historia nunca se repite de la misma manera, pero rima. Es posible que los factores que han impulsado el crecimiento vertiginoso de las valoraciones de muchos activos simultáneamente dejen de operar con la misma intensidad en el futuro próximo, y que los riesgos para la economía mundial se vayan mitigando. Pero también cabe la posibilidad de una corrección más brusca, sin que sea posible determinar cuándo. En 2017 el gobernador de la Reserva Federal americana, Alan Greenspan, advirtió, con una expresión que se ha hecho célebre, de “la exuberancia irracional” de los inversores. Sin embargo, la caída de las cotizaciones no llegó hasta el año 2000, y un inversor que hubiera comprado en 1997 y mantenido las posiciones hasta 2002 aún habría ganado dinero. Y si hubiera continuado invertido hasta 2007 habría ganado un 50%. En 2009 los valores se volvieron a desplomar, esta vez con más fuerza, pero si este mismo inversor se hubiera mantenido impasible sin vender, la inversión realizada en 1997 le habría rentado una ganancia acumulativa del 180% veinte años después, en 2017 (en términos nominales, sin ajustar por la inflación del período). Ahora bien, no todo el mundo tiene unos horizontes temporales tan amplios y, sin alarmismos injustificados, haríamos bien en mantenernos atentos, calibrar los riesgos que tomamos y evitar la vieja trampa de los que, con una bola de cristal entelada, proclaman con gran convicción aquello de que "¡esta vez será diferente!"