El espejismo de la prosperidad turística

- Rat Gasol
- Barcelona. Martes, 2 de septiembre de 2025. 05:30
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Barcelona se muestra, una vez más, desbordada. Las Ramblas se convierten en un río humano incesante, las playas se llenan hasta la asfixia y los aeropuertos registran flujos de pasajeros que alcanzan cifras sin precedentes. Aparentemente, el turismo sigue siendo una fuente inagotable de prosperidad. Sin embargo, tras esta escenografía de exitosa abundancia se esconde un relato inquietante: muchos restauradores de la ciudad constatan una caída de ingresos que roza el 70%, mientras los visitantes prefieren llenar bolsas en el supermercado y consumirlas en la calle o en la habitación del hotel. La afluencia se mantiene, pero el consumo desciende de forma manifiesta.
Pero no todo queda aquí. En las Islas Baleares, por su parte, la paradoja es todavía más punzante. Solo hasta julio, más de nueve millones de pasajeros han aterrizado allí —una cifra casi equivalente a todo 2024—, pero al mismo tiempo los negocios de restauración han visto reducida su facturación en torno al 30%. Las terrazas, que deberían estar llenas a rebosar, se muestran a medio gas, y la imagen del turista “diésel” se consolida: aquel visitante que llena calles y carreteras, pero que gasta poco porque buena parte del presupuesto ya se ha destinado al vuelo y al alojamiento. Las estancias, que antes rondaban los diez días, ahora se han acortado a cinco, un hecho que acentúa aún más la fugacidad de su huella.
Los datos del INE y el Idescat ratifican esta misma impresión: contabilizamos más turistas pero también menos pernoctaciones. Es decir, el país atrae más visitantes que nunca, pero estos pasan menos tiempo, gastan menos y aportan menos valor. Absurdamente, celebramos cifras de afluencia y miramos de perfil la debilidad del consumo y la precariedad estructural que se oculta tras la fachada del éxito.
Muchos restauradores constatan una caída de ingresos, mientras los visitantes prefieren llenar bolsas en el supermercado y consumirlas en la calle o en la habitación
Y es aquí cuando surge la pregunta incómoda: ¿qué futuro puede tener un país que se arrodilla ante el turismo y adapta sus hábitos, su singularidad e incluso su lengua? ¿Qué prosperidad ofrece un modelo que transforma los barrios en escenarios para visitantes efímeros y expulsa a los vecinos de toda la vida, incapaces de asumir unos alquileres desbocados a consecuencia de la presión turística? ¿Qué sentido tiene proclamar el orgullo nacional cuando la lengua propia del país se diluye en las cartas de los restaurantes y en las conversaciones comerciales que priorizan el inglés o el castellano?
Catalunya vive sometida a una dependencia económica que condiciona el resto de ámbitos. Evidentemente, no podemos negar la realidad: el turismo, hoy, es el motor por excelencia que impulsa el crecimiento del país. Y, a pesar del palpable retroceso, nos empeñamos en seguir alimentando un monocultivo económico que cualquier economista consideraría un mal negocio.
Catalunya no puede vivir ni depender de un solo sector. Apostarlo todo a una sola carta y confiar la riqueza colectiva a una actividad estacional, frágil y sometida a la volatilidad del mercado internacional es una vulnerabilidad estructural.
El problema no es solo económico, sino también social y cultural. Las protestas que estallan cada verano en Barcelona, Palma o Ibiza no son un capricho vecinal: son el grito de una sociedad que ve cómo la masificación erosiona la calidad de vida, degrada el espacio público y arrincona aquello que la hacía única. Una sociedad que vive de cara al turista y de espaldas a sí misma.
La pandemia ya nos puso frente al espejo: sin turismo, la economía catalana quedó al descubierto. Y, ¿qué hemos aprendido de aquel susto? Nada
¿Cuántos países modernos pueden permitirse el lujo de fundamentar su progreso en la precariedad de los trabajadores temporales o en el consumo efímero de los visitantes de un fin de semana? La pandemia ya nos puso frente al espejo: sin turismo, la economía catalana quedó al descubierto. Y, ¿qué hemos aprendido de aquel susto? Nada, absolutamente nada. Hemos seguido en la misma rueda del hámster: festejar un crecimiento de fachada que se resquebraja por dentro.
¿Quién se atreverá a decir basta? ¿Quién tendrá el coraje de cuestionar este modelo que nos encierra? Las élites económicas, demasiado acostumbradas a los beneficios inmediatos, no parecen dispuestas a renunciar a ello. Y los gobiernos, atrapados en la tentación de exhibir datos a corto plazo, huyen de decisiones de largo alcance. Entonces, ¿qué esperamos? ¿Tropezar dos veces con la misma piedra? ¿No tenemos bastante con los efectos catastróficos del cambio climático, que hoy ya no tienen vuelta atrás por nuestra inacción y permanente negación?
Urge un verdadero cambio de rumbo que apueste por pilares sólidos. La industria manufacturera, todavía capaz de generar empleo estable y exportaciones de valor añadido. La investigación y la innovación tecnológica, que deben convertirse en el eje de progreso del país, con inversiones que capten y retengan el mejor talento. La economía de la salud, poniendo el acento en la biotecnología, la medicina digital y la investigación médica. Y, por supuesto, los sectores de la energía y la sostenibilidad, ecosistemas clave si queremos estar a la altura de los retos europeos.
Pero hoy, lamentablemente, nada se mueve. Perpetuamos la contradicción. Celebramos récords de visitantes, pero nos encontramos con terrazas vacías. Presumimos de afluencia internacional, pero las pernoctaciones se reducen. Exaltamos la riqueza que genera el sector, pero toleramos la precariedad laboral y la pérdida de singularidad cultural que conlleva.
No podemos encadenar Catalunya a un monocultivo turístico que, tarde o temprano, nos abocará a la decadencia
La fragilidad de nuestro modelo económico no es una ficción ni una excusa para generar debate. El riesgo no es futuro: es hoy. No podemos encadenar Catalunya a un monocultivo turístico que, tarde o temprano, nos abocará a la decadencia. Hay que construir y trabajar por la Catalunya del futuro, una Catalunya de oportunidades reales.
De lo contrario, seremos simplemente eso: un escaparate al servicio de quien nos visita, sin singularidad ni dignidad, con un futuro condenado a la precariedad, vacío de talento y de prosperidad. Y, irremediablemente, dejaremos de ser un referente en el mapa del mundo.