Cuando hablamos de reorganizaciones empresariales, el ciudadano tiene la idea de operaciones que solo afectan a grandes empresas, muy alejadas del día a día de la mayoría de los empresarios de este país, que no son otra cosa que pymes. Es lo que sugieren los términos de fusiones, escisiones, canje de valores o aportaciones de ramas de actividad. Sin embargo, la realidad es muy distinta. Estamos ante procesos muy comunes en la práctica, que claro que realizan los grandes grupos empresariales, pero que también facilitan el crecimiento de los pequeños empresarios, así como la mejora de la estructura de sus negocios.

Esta afirmación se demuestra de forma muy clara por la vía del ejemplo. Imaginemos un empresario que desarrolla su actividad como persona física, con un conjunto de elementos productivos afectos a su negocio. Con el paso del tiempo, es posible —y deseable— que dicho negocio crezca y que este empresario considere que ha llegado el momento de constituir una sociedad, a la que aportará tales elementos. Ello puede ser conveniente por múltiples razones, como pueden ser el deseo de limitar su responsabilidad personal, pasando por una mayor profesionalización de la gestión o abrir la puerta a la entrada de inversores ajenos, mediante futuras ampliaciones del capital de la nueva sociedad.

Pongamos otro ejemplo algo más complejo, pero también muy frecuente en la práctica. Supongamos un grupo familiar que ha desarrollado diversas líneas de negocio, constituyendo una sociedad para el ejercicio de cada uno de ellos. Se trata de una estructura en forma de peine que no es óptima desde un punto de vista empresarial, ya que las mismas personas físicas participan directamente en cada una de las sociedades, pero estas no forman un grupo bajo una única dirección. Es más razonable que las personas físicas participen en una única sociedad que, a su vez, detente los títulos de las sociedades que desarrollan los distintos negocios. Con esto se consigue esa dirección unitaria a través de la que denominamos sociedad holding, manteniendo la especialidad de cada negocio a través de las entidades operativas, participadas por la primera. Esto es, las personas físicas participan en el capital de la sociedad holding y esta última es la propietaria de la totalidad del capital social de las entidades que realizan las distintas actividades. Además de la dirección unitaria, con esta estructura se puede obtener una simplificación de costes administrativos, una mayor solvencia financiera y facilitar la sucesión en el negocio, mediante la transmisión futura, vía herencia o donación, de las participaciones en la sociedad holding.

En cualquiera de los dos casos que hemos expuesto, el cambio de estructura de la empresa exige la realización de transmisiones de activos. En el primero, el empresario, propietario de los bienes afectos, debe aportarlos a la nueva sociedad, que entregará al primero participaciones en su capital. En el segundo, las personas físicas que conforman el grupo familiar deberán aportar sus participaciones en las sociedades operativas a la sociedad holding y esta les entregará también participaciones en su capital.

Pues bien, como consecuencia de tales transmisiones, se pueden poner de manifiesto rentas que, en principio, serán objeto de tributación. Así, el empresario que aporta su negocio a la nueva sociedad puede obtener una ganancia patrimonial por diferencia entre el valor contable de los elementos que aporta —su valor de adquisición menos la amortización acumulada— y su valor de mercado en el momento de la aportación. Del mismo modo, los integrantes del grupo familiar que aportan sus participaciones pueden registrar una ganancia por diferencia entre el valor de adquisición de los títulos —usualmente, su nominal— y el que tengan en el momento de la aportación, que será superior si las entidades han obtenido beneficios y no han sido distribuidos.

En tales casos, el gravamen de estas rentas supone un obstáculo prácticamente insalvable para la realización de tales operaciones, ya que, de un lado, las ganancias pueden ser de importe considerable y, de otro, los sujetos pasivos se ven obligados a satisfacer el tributo cuando no han monetizado tales ganancias. Esto es, se les impone el pago del impuesto cuando no han obtenido liquidez alguna como consecuencia de la operación.

Esta situación no ha pasado desapercibida para las instituciones comunitarias, que desde 1990 establecieron un régimen fiscal común para los casos en que este tipo de operaciones de reorganización se realizan entre sociedades de distintos Estados miembros. Como es obligado, el legislador español procedió a trasponer la Directiva comunitaria, pero extendiendo dicho régimen a los demás casos, esto es, a las operaciones realizadas internamente en nuestro país, que son a las que ahora nos estamos refiriendo.

El citado régimen consiste en un diferimiento del gravamen, ya que se renuncia a exigir el impuesto en el momento en que se realiza la aportación, pero los activos transmitidos permanecen valorados, a efectos fiscales, por sus valores históricos. Por tanto, cuando sean objeto de una posterior transmisión, se someterá a imposición la totalidad de su incremento de valor, el generado desde su adquisición. Así, en el ejemplo que poníamos de la aportación de un negocio a una sociedad por parte de una persona física, supongamos que el valor contable de los elementos asciende, en el momento de la aportación, a un millón de euros, mientras que su valor de mercado es de tres. En tal caso, el contribuyente no tributará por esa plusvalía de dos millones de euros, pero tanto los bienes que se aportan a la sociedad, como las participaciones de aquella que recibe la persona física, permanecen valorados en un millón. La posterior transmisión de unos u otras dará lugar al gravamen de la totalidad de la plusvalía registrada, por diferencia entre el precio de venta que se pacte y ese valor fiscal de un millón de euros.

El régimen parte de una idea muy básica, que se consigue a través del diferimiento descrito, como es que la fiscalidad no constituya ni un freno ni un estímulo para la realización de este tipo de operaciones, esto es, que sea neutral.

Conectado con la idea anterior, el régimen no se aplica si la reorganización tiene como principal objetivo el fraude o la evasión fiscal. Es lo que sucedería, por ejemplo, si el objetivo primordial de una de estas operaciones consiste en colocar unas participaciones en manos de una sociedad, para que sea esta la que proceda a su venta, en lugar de hacerlo la persona física. Venta que se encontraba ya previamente pactada entre las partes antes de la operación y que luego la ejecuta la sociedad transcurrido el plazo de seguridad de dos años impuesto por la normativa. De esta manera, se consigue que la venta de las participaciones resulte exenta, de conformidad con el art. 21 de la Ley 27/2014, de 27 de noviembre, del Impuesto sobre Sociedades (en adelante, LIS), lo que no ocurriría si la transmisión la efectúa una persona física.

Además, el art. 89.2 de la LIS añade que el régimen no se aplicará cuando la operación no se efectúe por motivos económicos válidos, tales como la reestructuración o la racionalización de las actividades de las entidades que participan en la operación. En tales situaciones, la regularización que se practique eliminará la ventaja fiscal obtenida.

Hasta el momento, la Administración tributaria venía entendiendo que el sujeto pasivo debía aportar prueba acerca del motivo económico válido, así como que, en caso de no hacerlo, debía procederse a retirar el régimen. Igualmente, en tales situaciones, la Administración liquidaba la renta derivada de la operación acogida al régimen. En los ejemplos que poníamos antes, las plusvalías derivadas de la aportación de la rama de actividad o de las participaciones en las sociedades operativas.

Este escenario dificultaba en gran medida la realización de las operaciones de reestructuración empresarial, ya que todas podían considerarse de alto riesgo fiscal, sobre todo, por sus consecuencias en caso de inaplicación del régimen especial. Como efecto inducido, provocaba también un elevado número de consultas a la Dirección General de Tributos (en adelante, DGT), a la que se preguntaba acerca de la concurrencia de esos motivos económicos válidos. Consultas que eran contestadas de forma lacónica, afirmando que, en principio, los motivos invocados podían considerarse válidos, pero que se trataba de cuestiones de hecho que debían ser comprobadas por los órganos de aplicación de los tributos, es decir, por la Inspección.

Esta situación se ha visto alterada como consecuencia de la importante contestación a consulta de la DGT, de fecha 27 de julio de 2023, núm. V2214-23, que lleva a cabo una muy correcta reinterpretación de la cláusula del art. 89.2 de la LIS, en un doble sentido.

En primer lugar, se pronuncia acerca de cuál debe ser el presupuesto de hecho que debe darse para la retirada del régimen fiscal especial. Acude, para ello, a la jurisprudencia comunitaria y nacional. Por lo que se refiere a la primera, reproduce la STJUE de 8 de marzo de 2017, asunto C-14/16, Europark, que afirma que la eliminación de la ventaja fiscal solo puede hacerse tras un análisis del caso concreto, una vez que se hubiese determinado que la operación de reestructuración hubiera tenido como objetivo principal o como uno de sus principales objetivos el fraude o la evasión fiscales, tras un examen global de la operación. En el ámbito nacional, la STS núm 463/2021, de 31 de marzo de 2021, entiende que los motivos económicos válidos no constituyen un requisito sine qua non para la aplicación del régimen especial, sino que su ausencia constituye una presunción de que la operación puede haberse realizado con el objetivo principal de fraude o evasión fiscal.

Partiendo de este bagaje, la DGT concluye afirmando que la retirada del régimen fiscal especial exige que la Administración concluya —y acredite, añadimos nosotros— que la operación ha tenido como principal o único objetivo, la consecución de una ventaja fiscal, no siendo suficiente la ausencia de motivos económicos vinculados a la reestructuración o racionalización de las actividades. Y todo ello, tras un análisis individualizado y global de la operación.

En segundo lugar, la DGT también innova en lo relativo a las consecuencias derivadas de la retirada del régimen, que deben consistir, exclusivamente, en la eliminación de la ventaja fiscal obtenida y sin que pueda considerarse como tal, el propio diferimiento del gravamen ínsito en el régimen.

En definitiva, bajo esta nueva doctrina, será la Administración la que tenga que probar que el principal objetivo de la operación ha sido la obtención de una ventaja fiscal distinta a la propia aplicación del régimen —en nuestro ejemplo, la venta beneficiándose de una exención a la que no se tendría derecho—, de manera que, en caso de llegar a dicha conclusión, la regularización debe limitarse a excluir dicha ventaja y no el diferimiento propio del régimen.

Como puede observarse, lo que se abre ahora es un nuevo escenario fiscal para las operaciones de reorganización, que facilitará el crecimiento de nuestras empresas, eliminando muchas de las trabas existentes en la práctica y que reducirá la litigiosidad entre contribuyentes y Administración. En definitiva, una buena noticia para la actividad económica.