Hay países que proyectan su progreso a través de la movilidad: desde el diseño cuidadoso de las conexiones internas hasta la capacidad de enlazar territorios con eficiencia, rapidez y fiabilidad. Otros, en cambio, se enquistan en el inmovilismo, resignados a una red obsoleta, marcada por el deterioro y un déficit endémico de inversión. Y, Catalunya, desgraciadamente, forma parte de este segundo grupo.

Cuando se produce un colapso en el aeropuerto de Barajas, el Estado se alarma, los medios lo amplifican y el debate se convierte en un asunto de interés nacional. Pero la crisis de la movilidad en el Estado español no empieza ni acaba en Madrid. En Catalunya, el deterioro crónico de Rodalies ha dejado de ser una anécdota para convertirse en una auténtica emergencia estructural. Mientras unos lamentan una incidencia puntual, aquí se vive un despropósito sistémico que afecta a cientos, miles de trabajadores cada día, prisioneros de un servicio que hace aguas y de un modelo que no funciona.

El servicio de Rodalies es hoy, con total rotundidad, el principal lastre para la movilidad cotidiana de buena parte de la población activa. Las averías continuadas, los retrasos injustificados, la información errática, las cancelaciones repentinas y los trenes abarrotados conforman una realidad que nadie debería aceptar como normal. Y, sin embargo, esta dinámica se ha convertido en rutina. Una rutina que cuesta horas, salud, oportunidades y, sobre todo, competitividad.

Según datos recogidos por la Cambra de Comerç de Barcelona, durante el año 2023 se registraron más de 2.200 incidencias graves en el servicio de Rodalies. En otras palabras, el equivalente a más de seis disfunciones graves al día. No hablamos, por tanto, de casos excepcionales, sino de un caos sistemático que afecta al corazón productivo del país. El impacto económico estimado, según Foment del Treball, asciende a 750 millones de euros anuales. Una cifra que revela el alcance real de este desastre silenciado.

El deterioro crónico de Rodalies ha dejado de ser una anécdota para convertirse en una auténtica emergencia estructural

Este desbarajuste no es fruto de la mala suerte ni de un temporal persistente. En absoluto. Es el resultado directo de un mantenimiento insuficiente de las infraestructuras, de una planificación centralista y de una ejecución errática de las inversiones.

Un informe reciente del Síndic de Greuges indica que, entre 2013 y 2023, tan solo se han ejecutado el 34% de las inversiones comprometidas por el Estado español en infraestructuras ferroviarias en Catalunya. En cambio, en la Comunidad de Madrid este porcentaje de ejecución alcanza el 86%. Esta asimetría no es accidental ni anecdótica: es la consecuencia directa de un modelo de país radial que margina sistemáticamente a las periferias.

El Estado sigue empeñado en planificar las infraestructuras como si España fuera un único núcleo central rodeado de satélites. Este enfoque, profundamente desequilibrado, perpetúa las desigualdades e imposibilita que territorios como Catalunya puedan desplegar todo su potencial económico. El mal funcionamiento del transporte público afecta de lleno a la movilidad laboral, genera ineficiencias en las empresas, penaliza a los trabajadores y compromete la sostenibilidad del sistema.

No se puede hablar de retención de talento cuando miles de personas pierden dos horas diarias atrapadas entre andenes, esperas y vagones masificados. No se puede fomentar la descentralización si determinados polígonos industriales o municipios son inaccesibles en transporte público. Y no se puede defender una economía verde mientras se condena a la ciudadanía a coger el coche por miedo a quedarse parada entre dos estaciones.

El Estado sigue empeñado en planificar las infraestructuras como si España fuera un único núcleo central rodeado de satélites

Este despropósito tiene también una dimensión social que a menudo se obvia. Cuando el sistema de transporte falla, las desigualdades se cronifican. No todo el mundo puede permitirse vivir cerca del trabajo ni dispone de flexibilidad horaria. Y cuando el territorio no está bien conectado, el ascensor social se fragmenta y la igualdad de oportunidades se erosiona. El derecho a llegar puntual al trabajo, a volver a casa con una mínima previsión, a conciliar la esfera laboral con la personal, debería ser incuestionable. Pero, para muchas personas —demasiadas—, hoy es una quimera.

Mientras tanto, las promesas se multiplican: planes de actuación, anuncios de inversión, comparecencias con PowerPoint y ruedas de prensa optimistas. Los hechos, sin embargo, son tozudos. Las inversiones no llegan, las infraestructuras no mejoran y el servicio sigue en declive. El 80% de las líneas de Rodalies siguen funcionando con sistemas de señalización anacrónicos y numerosos tramos tienen limitaciones de velocidad propias de principios del siglo XX. En este contexto, hablar de país moderno o de economía del conocimiento roza la ironía.

Catalunya necesita, de manera urgente, plena capacidad para gestionar sus infraestructuras. Y esto no significa solamente decidir sobre el presupuesto: significa priorizar las obras que realmente necesita el territorio, garantizar la calidad del servicio, hacer un seguimiento riguroso y establecer mecanismos de rendición de cuentas. No se trata de reclamar por reclamar, sino de defender lo que es elemental: un país que quiere crecer no puede tener un sistema de transporte que lo asfixia.

La movilidad es, hoy, uno de los principales factores de competitividad de un territorio. Determina el atractivo para las empresas, la calidad de vida de la ciudadanía, la sostenibilidad ambiental y la equidad social. Mientras Madrid se lamenta por una pista cerrada en Barajas, aquí llevamos décadas esperando unos trenes que no llegan. Literalmente.

Catalunya no puede seguir siendo la periferia mal conectada de un centro que solo piensa en sí mismo. Necesita liderar su propio futuro

La vida no se acaba en Madrid, aunque algunos sigan pensando que es el ombligo del mundo. Y quizás ha llegado la hora de que el debate sobre las infraestructuras deje de ser unidireccional. Catalunya no puede seguir siendo la periferia mal conectada de un centro que solo piensa en sí mismo. Necesita liderar su propio futuro. Y, para lograrlo, es necesario que los trenes pasen. Cada día. Y que lo hagan puntualmente.

Y si algún día nos sobra tiempo —y paciencia—, podemos abrir el melón del corredor mediterráneo, ese proyecto clave para la competitividad europea que lleva años dormido, plácidamente, en alguna carpeta ministerial, rodeado de retrasos, promesas incumplidas y las súplicas inútiles de los territorios que, teóricamente, debían salir beneficiados.