El conflicto entre Rusia y Occidente por los activos congelados abrió una grieta que combina historia, derecho y poder. Desde que la Unión Europea y Estados Unidos inmovilizaron más de 300.000 millones de dólares del Banco Central ruso tras la invasión a Ucrania, el debate gira en torno a una idea simple, pero explosiva: ¿pueden usarse esos fondos para financiar la guerra del otro? La propuesta de Bruselas para destinar los intereses generados por esos activos al sostén financiero de Ucrania suena pragmática en un despacho, pero puede transformarse en un detonante estratégico. Se trata de lo que ocurre cuando una potencia con arsenal nuclear percibe que le confiscan su dinero. Si Rusia estima que la apropiación es definitiva y responde con amenazas o movimientos atómicos, la frontera entre sanción económica y casus belli se volvería indistinguible.

La práctica de usar activos ajenos como herramienta de guerra tiene una larga historia que llega hasta el presente y explica por qué el caso ruso desafía las reglas y las costumbres anteriores. Desde el siglo XIX las potencias congelan, confiscan o redirigen fondos de estados vencidos o sancionados para pagar reparaciones, financiar la ocupación o para el cobro de una compensación, y esa lógica se repite con variaciones técnicas a lo largo del tiempo.

En 1815, las potencias vencedoras obligaron a Francia a pagar 700 millones de francos tras Waterloo, una forma temprana de convertir pérdida militar en renta política. En 1919, los aliados impusieron a Alemania cargas que desembocaron en la ocupación del Ruhr en 1923 para cobrarse con la producción industrial, un ejemplo clásico donde la coerción económica se convirtió en ocupación material. En 1945-1953, los ganadores de la Segunda Guerra Mundial apropiaron activos y oro de los perdedores y reestructuraron redes financieras para atender compensaciones y reconstrucción. Esos precedentes muestran una regla simple: la derrota militar abre la puerta a la apropiación económica, a menudo institucionalizada por tratados o administraciones extranjeras.

La derrota militar abre la puerta a la apropiación económica, a menudo institucionalizada

Durante la segunda mitad del siglo XX y en la era de las instituciones multilaterales aparecieron variantes bajo control de organismos internacionales. Después de la primera guerra del Golfo se creó la Comisión de Compensación de la ONU para procesar reclamaciones y se retuvo un porcentaje de los ingresos petroleros iraquíes para pagar a las víctimas y financiar la asistencia humanitaria, todo ello a través de mecanismos de custodia y cuentas en depósito externas. El programa “Oil-for-Food” ilustra un diseño moderno: los ingresos de un Estado sancionado pasan a cuentas controladas por terceros con reglas estrictas de uso, con resultados mixtos en eficacia y corrupción administrativa.

Los últimos veinte años multiplicaron los casos de fondos congelados por razones políticas, de seguridad o por cambios de régimen. Tras la revolución iraní se retuvieron miles de millones en bancos extranjeros y se articularon tribunales ad hoc para dirimir reclamos entre Estados y particulares. Tras la caída del gobierno afgano en 2021 millones de dólares del banco central afgano quedaron inmovilizados en cuentas extranjeras y una parte fue destinada a un fondo fiduciario para asistencia humanitaria, con litigios sobre la titularidad y la legitimidad de uso. Esos episodios muestran la tensión entre intereses humanitarios, demandas de reparación y la fragilidad de la propiedad soberana cuando el control político se rompe.

El caso ruso presenta un cambio respecto de la mayoría de precedentes. La congelación masiva de reservas del banco central ruso por parte de Occidente después de la invasión de Ucrania, implica la inmovilización de cientos de miles de millones de dólares en distintos custodios internacionales, centralizados en instrumentos como Euroclear en Bruselas. A diferencia de escenarios anteriores, la potencia cuyas reservas se congelan no está derrotada ni fuera del tablero; mantiene capacidad militar significativa, recursos energéticos, alianzas estratégicas y un arsenal nuclear operativo. Ese ensamblaje altera la ecuación clásica entre costo económico de una medida y la capacidad del Estado sancionado para tomar represalias.

La discusión política actual en la UE sobre usar los rendimientos o incluso el principal de esos activos para una financiación a Ucrania enfrenta dos planos distintos: el técnico-legal y el político-estratégico. En el plano técnico existen argumentos sobre inmunidad soberana, la protección legal de reservas de bancos centrales, la estabilidad del sistema de custodia internacional y riesgos de litigios arbitrales si un Estado alega expropiación. En el plano político la pregunta es de poder: quién decide, quién asume la responsabilidad de actuar sin un tratado de paz y qué coste político y militar está dispuesto a soportar la comunidad internacional. Esa dicotomía explica la postura cautelosa de Estados como Bélgica y la ofensiva política de la Comisión Europea al presentar escenarios de coste alternativo para forzar una decisión colectiva.

En términos teóricos existen normas internacionales y prácticas consolidadas que regulan el tratamiento de activos soberanos, incluyendo inmunidades, procedimientos de congelamiento bajo sanciones y mecanismos de compensación post-conflicto. En la práctica, esas normas se subordinan a la relación de fuerzas entre Estados cuando la seguridad estratégica está en juego. La historia muestra que la legalidad aparece después de las decisiones de poder y se somete a reinterpretación en función de quién impone el dictamen. Eso no es una apología; es una constatación histórica de cómo se resuelve la cuestión de la riqueza ajena en contextos de conflicto.

Cuando el sancionado posee capacidades de destrucción masiva, la retórica de 'uso legítimo de activos' se mezcla con un juego de disuasión

El elemento nuclear no es un añadido retórico, es una variable estratégica que cambia los incentivos calculados por los Estados. En conflictos en los cuales el sancionado posee capacidades de destrucción masiva, la retórica de uso legítimo de activos se mezcla con un juego de disuasión que trasciende la contabilidad presupuestaria. La posibilidad de represalias asimétricas obliga a replantear qué medidas son viables en ausencia de un marco de seguridad que reduzca el riesgo de escalamiento. Los precedentes muestran que cuando el agresor está derrotado, la comunidad internacional puede imponer soluciones dramáticas; cuando el agresor conserva capacidad de daño grave, la comunidad tiende a limitarse a instrumentos que minimizan el riesgo de respuesta desproporcionada.

El punto operativo que enfrenta Occidente hoy es doble: primero, decidir si el uso de activos congelados se transforma en regla práctica que otro Estado invocará en su favor más adelante; segundo, aceptar que la seguridad material condiciona la eficacia de cualquier opción financiera. El corolario es conocido desde Hobbes: la ley que impone la fuerza la hace el poder mismo. En la arena contemporánea eso significa que la firmeza institucional exige respaldo geoestratégico proporcional. Si no existe ese respaldo, la pretensión jurídica pierde poder efectivo y la economía sirve de palanca política sin garantía de aplicación segura.

La lección histórica es clara. Las prácticas de retención y redireccionamiento de activos no son nuevas, la técnica evolucionó y los precedentes ofrecen modelos operativos, desde ocupaciones físicas con cobro en especie hasta cuentas fiduciarias internacionales y programas de escrow. La novedad reside en el contexto de un Estado no derrotado, con capacidades nucleares y reservas internacionales inmovilizadas, obliga a reescribir la sintaxis entre derecho y poder. El resultado será un mapa de reglas nuevas orientadas por intereses estratégicos más que por certezas jurídicas; así se escriben las reglas entre golpes de realidad, no en tratados morales.

Las cosas como son.