Los recientes acuerdos de investidura del PSOE con ERC y Junts, respectivamente, han vuelto a situar en el centro del debate la cuestión del déficit fiscal de Catalunya con el Estado y las posibles vías de solución a corto y medio plazo. La existencia de un déficit fiscal de Catalunya con el sector público central no está en duda. Las metodologías para su cálculo son bien conocidas y aceptadas en la literatura económica especializada. Las cuestiones realmente a debate son dos: ¿cuál es el nivel de déficit fiscal que se podría considerar “justo” o aceptable para una economía como la catalana en el contexto del Estado español? Y si la respuesta a la pregunta anterior fuera que el déficit es excesivo, la siguiente cuestión sería cómo articular un sistema de financiación territorial que limite el déficit fiscal de Catalunya y que al tiempo resulte asumible por el Estado y por el resto de las comunidades autónomas de régimen común. En este artículo me centraré exclusivamente en el primer interrogante.

Las balanzas fiscales simplemente expresan en forma de saldo los flujos de ingresos y gastos del sector público central provenientes de y destinados a las personas (físicas y jurídicas) residentes en los territorios de las administraciones públicas subcentrales –en el caso español, de las comunidades autónomas. La mayor parte de estos ingresos proviene de figuras sujetas a la misma normativa básica en todos los territorios, como el IRPF, el IVA, el Impuesto de Sociedades o las cotizaciones sociales a la Seguridad Social. Si las personas, físicas o jurídicas, que son quienes aportan los ingresos en última instancia, lo hicieran en proporción exacta a su renta, los ingresos procedentes de los residentes en cada comunidad autónoma serían equivalentes en porcentaje del total al peso en el PIB de cada comunidad. El hecho que algunos impuestos de gran importancia sean progresivos (los contribuyentes contribuyen con una proporción creciente de sus rentas) hace que la aportación al total de las comunidades con mayor nivel de renta sea algo superior a su peso en el PIB. Por ejemplo, en el caso de Catalunya el año 2019 los contribuyentes de esta comunidad aportaron un 19,3% de todos los ingresos a disposición del sector público central, dos décimas por encima del peso de Catalunya en el PIB español (19,1%). (El dato de participación en los ingresos proviene del Departamento de Economía y Hacienda de la Generalitat y se ha elegido el año 2019 para evitar las posibles distorsiones asociadas con la pandemia en 2020 y 2021.)

En 2019, los contribuyentes catalanes aportaron el 19,3% de los ingresos del sector publico central (su peso en el PIB es del 19,1%). Los gastos del Estado en Catalunya representaron entre el 14,8% y el 13,4% del total (su peso en la población es del 16,2%)

En el caso de los gastos deben considerarse cuatro categorías diferenciadas. En primer lugar, aquellos gastos que realiza el sector público central (incluyendo la Seguridad Social) como resultado de aplicar una misma normativa en todos los territorios. Por ejemplo, las pensiones públicas o los subsidios de paro. En este caso, el volumen de gasto realizado en cada territorio no es discrecional, y reflejará las circunstancias objetivas de los residentes en los territorios en cuestión: en los ejemplos, un mayor o menor nivel de paro, o un mayor o menor nivel salarial a lo largo de las carreras de cotización, que a su vez habrá generado un mayor o menor nivel de prestaciones contributivas. En segundo lugar, hay que considerar aquellos gastos que realizan las comunidades autónomas en el marco del sistema de financiación de régimen común, como por ejemplo la sanidad o la educación, y que son resultado de un conjunto de criterios que acercan –pero no igualan– los recursos por habitante en términos nominales, una vez ajustados a las competencias transferidas en cada comunidad (pero sin ajustar por los diferenciales de inflación entre comunidades). En este segundo caso el margen de discrecionalidad en el gasto de las comunidades autónomas está muy condicionado por un sistema que en la práctica tiende a nivelar parcialmente los recursos por habitante en los diferentes territorios. En tercer lugar, están aquellos gastos territorializables que el sector público central puede realizar con un amplio margen de discrecionalidad, como por ejemplo las inversiones públicas. Finalmente, se encuentran aquellos gastos que realiza también el sector público central y que se asume que benefician al conjunto de la población, con independencia del territorio de residencia, como por ejemplo la defensa, aunque el gasto se realice y tenga impacto económico en un territorio concreto.

La suma de todos los gastos que realizó el sector público central en Cataluña en 2019 representó un 14,8% del total (según cálculos de la Generalitat), incluyendo los bienes y servicios comunes que realiza el Estado y que se asignan proporcionalmente a cada comunidad en función de su población. De la diferencia entre una aportación a los ingresos del 19,3% del total y una participación en los gastos del 14,8% resulta una contribución neta (ingresos menos gastos) de Catalunya al gasto total del sector público central, que ese año fue de 325.807 millones de euros, del 4,5%. Por lo tanto, el déficit fiscal de Catalunya en una primera aproximación alcanzó algo más de 14.500 millones de euros, un 6,2% del PIB catalán. Ahora bien, una parte del gasto estatal que debería beneficiar a Catalunya se realiza en el territorio de otras comunidades autónomas, con impacto económico directo en esos territorios y no en Catalunya. Si se computa ese gasto en el territorio donde se realiza, la participación de Catalunya en el gasto total desciende al 13,4%, por lo que el déficit fiscal aumenta hasta algo más de 20.000 millones de euros: un 8,5% del PIB.

¿Cómo podemos valorar si esas cifras son o no indicativas de un déficit fiscal excesivo, y en qué medida? Consideremos, en primer lugar, el caso de un hipotético estado centralizado, en el que los ingresos los realizaran los contribuyentes en estricta proporción a su renta, con independencia del lugar de residencia, y en el que todos los gastos –incluyendo las inversiones públicas y los bienes y servicios comunes– beneficiaran por igual a todos los contribuyentes –también con independencia de su lugar de residencia–. El déficit/superávit fiscal “justo” de cada comunidad en este hipotético estado sería el resultado de multiplicar la diferencia entre los pesos de la comunidad en cuestión en la población y en el PIB, por el gasto total del sector público central. En el caso de Catalunya, con datos de 2019, el peso en la población fue del 16,2% y en el PIB del 19,1%. Multiplicando la diferencia por el gasto total del sector público central ese año resulta un déficit fiscal de casi 9.500 millones de euros, un 4% del PIB catalán. Por lo tanto, el déficit fiscal que soporta Catalunya –con independencia de si se utiliza la cifra del 6,2% o la del 8,5%– aparece como significativamente superior al que resultaría de aplicar una regla elemental del tipo “se paga por renta y se recibe por población”. Una regla que podría considerarse aceptable en un estado centralizado en el que se nivelaran todos los bienes, prestaciones y servicios públicos per cápita con independencia del territorio.

El déficit fiscal de Catalunya parece excesivo incluso en el caso extremo de un estado centralizado y unitario que buscase la plena nivelación de los recursos recibidos por habitante en todos los territorios. La cuestión es cómo resolverlo

Imaginamos, alternativamente, el caso de un estado federal en el que solo se nivela una parte de las prestaciones públicas. Es decir, una situación en la que el sector público central controla solo una fracción del gasto total con el criterio de igualar los recursos per cápita en todos los territorios. Por lo que la fracción restante es competencia exclusiva de los estados federados, que la sufragan con sus propios ingresos y de acuerdo con sus propios criterios. Supongamos también dos escenarios. Un primer escenario en el que la fracción de los gastos nivelados bajo control del sector público central representa el 75% del total y un segundo escenario en que es del 50%. Pues bien, si aplicáramos estos dos escenarios al caso de Catalunya en el primer caso el déficit fiscal se reduciría al 3% (algo más de 7.000 millones de euros de 2019) y en el segundo caso al 2% (unos 4.700 millones de euros).

En conclusión: el déficit fiscal de Catalunya resulta excesivo incluso en el caso de un estado centralizado que buscase la plena nivelación de los recursos recibidos por habitante en todos los territorios, pero que en el caso catalán son inferiores incluso a lo que resultaría de un criterio simple del tipo “se paga por renta y se recibe por población”. Si el marco de referencia fuera el de un estado federal, con mayor o menor grado de contribución a la hacienda central, el desequilibrio se agudiza. La cuestión es cómo resolver este desequilibrio en un entorno de ajuste fiscal cómo el que se prevé para los próximos años en la zona del euro, y bajo la presión de un grupo amplio de comunidades autónomas que no admitirán perder un superávit fiscal que es el reverso de los déficits de comunidades como la catalana. Se ha alcanzado la parte relativamente más fácil de los acuerdos de investidura, que es la definición por parte de cada partido signatario de algunos principios generales sobre la financiación de Catalunya, pero ahora queda la verdaderamente difícil, que es conciliar y aterrizar las expresiones de voluntad en realidades concretas.